La pesadilla del oro negro
El petróleo, que alguna vez supuso la promesa del futuro, la inspiración de un porvenir dorado, está agonizando en las entrañas selváticas. Su ciclo de producción no iba a ser eterno y se va acabando con algunas ganancias frágiles, endebles, para las gentes de estos lares. Otros se llevan la parte del león del oro negro. Pero los que sufren la peor parte de esa bonanza esquiva son los moradores que menos tienen. Las víctimas no son del pasado. Son de ahora. Son los que padecen los efectos del llamado impacto ambiental, de las rupturas del oleoducto, de los derrames repentinos, como el que acaba de ocurrir en la refinería Iquitos, propiedad de Petróleos del Perú.
O como las sorprendidas comunidades nativas y ribereñas que soportan los abusos de una empresa canadiense. Estamos ya en las puertas de una pesadilla colectiva. El petróleo se acaba y su final coincide con un carrusel de daños para los que nunca se han beneficiado directamente del hidrocarburo. Como siempre. Las riquezas amazónicas acabaron en pocas manos, enriquecieron a unos cuantos. Perjudicaron a tantos. Las emanaciones del cotizado barbasco de entonces, por ejemplo, eran nocivas para las mujeres embarazadas. El ímpetu del veneno podía cobrar víctimas entre los cargueros de ese producto.
La pesadilla del oro negro, fenómeno que en estos tiempos se viene acelerando como una calamidad, es la expresión de otra oportunidad perdida. El caucho se acabó con miles de muertos entre los indios. La explotación de la madera en los años 20 del siglo pasado dejó insultante pobreza entre los que trabajaban para la Astoria. Después de tantos años de explotación del oro negro, de canon petrolero, de pozos por vender, es hora de preguntarnos, en serio, para qué nos ha servido el petróleo.