Pisamos el aeropuerto de Dublín y el aire fresco posaba sobre nosotros. Los termómetros anunciaban diez y siete grados, en Madrid los dígitos llegaban a treinta y dos. A sacar de la mochila una rebeca para el cambio de clima. Desde el aire se divisaba el perfil de la isla y el mar, azul, y a veces, gris. En mi cabeza retumbaban nombres como el de James Joyce, Yeats, Shaw y Roger Casement, irlandeses ilustres. Es más, ya teníamos la ruta para llegar al osario donde se encontraba Casement. El bus nos dejó en O`Connell Street y arrastrándome con las maletas me topé cara a cara con la estatua de James Joyce, casi en la esquina de Earl St. North con O`Connell. Con una efigie de Joyce me topé en Trieste, lugar de sus peregrinaciones en su vasto exilio, autoexilio (la estrechez de miras fue una de las claves para la diáspora). Es una esquina concurrida hay gente paseando y músicos ambulantes, con excelente voz, que le dan mucho encanto. No es una escena impostada. La ciudad respiraba mucho a él, se siente orgullosa de uno de sus escritores más universales como Isla Grande con los escritores y escritoras (un condado literario perdido en la floresta de Perú, donde la lisonja ha desplazado a la reseña de un libro). Después del desayuno nos enrumbamos a James Joyce Centre en North Great George`s St, un centro dedicado a la memoria y obra de este escritor dublinense. Es de varias plantas y recorrimos cada una de ellas donde nos ilustraban la vida, sudor y alegrías de Joyce; me alentó su austeridad. En una de las plantas hay una exposición fotográfica de Lee Miller, fotógrafa norteamericana, que dejó un testimonio visual de la época en que Joyce escribió el “Ulises”, nos remonta a ese período en blanco y negro que nos devuelve a un Dublín real, de personajes, de calles pintorescas. Dentro mí las emociones resonaban como mis pasos en el suelo de madera del Centro (hay un halo de nostalgia en conservar esos edificios así y me gusta), no daba crédito pasear por las mismas calles de Joyce, de Beckett, de Wilde, de Casement entre otros. La elección no fue fortuita. Amenazaba lluvia y quedó solo en eso. Aprovechamos para comer un bollo de canela con café con leche. Una delicia.

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