En estos días se ha alborotado el gallinero burocrático porque la administración pública se ha puesto exigente con los títulos profesionales. Tanto así que puede llegarse a una denuncia penal si es que se nombra a una persona que no tiene título profesional. Los títulos sirven, es verdad, pero para los puestos públicos y algunos privados. Pero la calidad profesional y la sabiduría personal no vienen con el título debajo del brazo. García Márquez, maestro de la buena escritura, dejó los estudios de Derecho y cuando se le otorgó el Premio Nobel esos primeros ciclos universitarios ya habían pasado al olvido. Así que no hay que ser absolutistas en estos menesteres. Ni hacia los que tienen título, menos hacia quienes carecen de ello.
Todo ello me ha traído a la memoria lo que hace algún tiempo me contó Augusto Rodríguez Linares, Shicshi. Se trata de una parte de la vida de un locutor llamado Germán Peralta Tang, a quien Alfonso Yalta Gaviria, “Vaporito” llama “extraordinario”. Peralta, hombre culto, caballero elegante, locutor aplicado y periodista enciclopédico ya paseaba sus cualidades por la radiodifusión en Iquitos. Por esas condiciones fue contratado como docente de Castellano en lo que antes se llamaba “Politécnico”, adyacente a la Gran Unidad MORB. Hablaba bien, escribía mejor y tenía una presencia mediática importante en la capital loretana. Cuando le contrataron nadie le pidió el título de maestro. Como nadie se lo pidió, presumo, él tampoco se lo mostró porque, claro, no los tenía. Cuando se descubrió esa omisión, me recuerda Tito Rodríguez, tuvo que dejar la docencia, sin perder la decencia.
Esa misma decencia que mi memoria recuerda, ya en sus últimos días en la prensa. Cuando la prensa era, básicamente, radial pero no por ella renunciaba a la escritura. Para hablar se tenía que escribir. Para escribir se tenía que pensar. Para pensar se tenía que leer. Y así sucesivamente. German Peralta Tang, jovencitos licenciosos con o sin licenciatura, no admitía el oficio periodístico sin vocación. Fue creador de numerosos programas, musicales y noticiosos. El bolero, por él comentado, tenía otra melodía, las columnas por él escritas y leídas poseían otra fuerza idiomática y sonora. Tuve la suerte de escucharle y mirarle.
Aunque había sido traído por ese pionero de la radiodifusión loretana Julio Reátegui Burga para emprender el proyecto de Radio Atlántida, pocos años después fue reclutado a Radio Loreto y ahí se despachó a su gusto. Era tan elegante en todo el sentido de la palabra, que hasta cuando manejaba su moto “Honda” negra se le notaba el garbo. Su vehículo poseía una pulcritud y sorprendía a motociclistas y peatones. Esa elegancia la trasladaba a las cabinas, entendiéndose por ello el buen hablar y saber escuchar.
Llegó desde radio “La Crónica”, que era propiedad de la familia Prado. Don Julio, ya empeñado en fundar “La fabulosa” preguntó en Lima a un señor de apellido Cavero si conocía un locutor a quien podía recomendar. Así don Germán llegó a Iquitos para nunca más irse. Meses después él mismo trajo a un señor que muchos han olvidado: José Vildoso Lack, quien se convirtió en cuñado del dueño de la emisora y terminó en la cárcel en la primera cuadra de la calle Brasil. Ésa es otra historia. Como otra historia es su afición a las comunicaciones a través de los radioaficionados que, seguro, trataré en posterior escrito.
Para refrescar la memoria he llamado a Tito Rodríguez, el mejor locutor contemporáneo vivo que la selva peruana conoce. Y él me ha dicho con esa dicción festivalera y prodigiosa una frase imborrable: “German Peralta Tang ha sido uno de los mejores locutores del Perú, señor”. Yo le creo. Como le creo este pasaje sobre la muerte de Germán.
Me cuenta Tito que una tarde encontró a James Beuzeville en los ajetreos propios de los periodistas que estaban empeñados en dar todo por la profesión y por el gremio cuando ambos decidieron visitar a Peralta en el hospital del Seguro Social que por esos años estaba en la calle Ramón Castilla. Llegaron a la habitación y encontraron al paciente leyendo una de esas revistas graficas. Tanto fue la impresión de ver a dos de sus amigos que don German comenzó a convulsionar. Una de sus hijas, que también era enfermera, se desesperó, llamó a los médicos, sin que nadie presagiara que en esos momentos German Peralta Tang estaba dando los últimos suspiros y se apagaba esa voz que tantos oídos entretuvo. “Así murió don German una fecha que no olvido porque se celebraba el día del periodista”, me dice Tito.
Ahora que los que desean ser periodistas basta que lleven la mochila de un familiar o modulen huachafamente la voz o, en el peor de los casos, exijan un puesto público sólo por el hecho de exhibir un título a nombre de la Nación, es bueno recordar que don German tuvo lo uno, pero no lo otro. Careció de los requisitos para enseñar Castellano en las aulas, pero a través de las cabinas dejó enseñanzas que periodistas de una generación muy posterior a la suya -como el que éstas líneas escribe- tratan de seguir y que no es otra que leer, leer, leer para después hablar, hablar, hablar luego de pensar, pensar, pensar, pensar.