He pasado en vela muchas noches. Me he desvelado otras tantas. Cuando universitario –gracias a los trucos climáticos que mi hermano Àngel transmitía- colocaba una madera en el piso para evitar el frío de los mosaicos y sortear el frío limeño -al que ningún amazónico puede acostumbrarse- mientras releía simultáneamente los libros de Bryce Echenique y Vargas Llosa que mostraban diferentes facetas de una Lima más traumática por sus calles que por sus aulas. Esas desveladas eran de purita soledad, de añoranza de la tierra y de fortalecerse solo con el pensamiento que algún día llegaría el día del retorno. Para todo aquel que ha radicado en la capital del Perú no le es extraño –sobretodo si es por motivos de estudio- tomar un café en la madrugada en el entendido que el frío de esas horas se diluirá con una taza por lo menos.
Las noches en vela no pueden ser eternas. Son diferentes a las jornadas insomnes. Pero prefiero a las primeras porque son conscientes. Las segundas son imposiciones que nos manda el destino y, por lo tanto, gobiernan nuestras mentes sin ninguna posibilidad de timonearlas. Demás está decir que estoy acostumbrado a las noches en vela, ya sea por la avidez de concluir la lectura de un libro o por la certeza que cuando todos duermen el silencio contribuye a limpiar la mente y uno puede dar rienda suelta a sus desvaríos más absurdos.
Me había propuesto escuchar a Gabo. Para saber un poco más de la vida. De su vida. Y, gracias a la magia de internet –posibilidad casi negada a los pobladores de Iquitos por aquello de la banda ancha- pude ver a un Nobel de Literatura antes de 1982. En 1975, cuando su libro cumbre ya se había encumbrado entre los lectores de América Latina y llegaba a Europa por la puerta grande. Por donde se lo mire, por donde se lo escuche Gabo siempre fue un grande. Como persona, como periodista, como escritor y como hombre libérrimo. Y viendo esas entrevistas me he sentido fortalecido por la vocación. Porque, antes que nada el nacido en Aracataca –allá en la Costa colombiana- fue periodista. En el sentido más estricto y amplio de la palabra. Y creía en esa profesión. Tanto así que por iniciativa y financiamiento propios dejó para la humanidad una fundación cuyo principal empeño es capacitar en manejo del lenguaje y en ética a los periodistas del mundo. Por eso cuando hablaba de los periodistas y del periodismo el Nobel podía mantenerse en vela y desvelar a cuantos quisieran escucharlo y verlo.
Y cuando uno lo escucha siempre encuentra alguna novedad en sus palabras. Como aquello de afirmar que una forma de combatir a la muerte es lograr un hábito inherente a los periodistas: escribir. Si uno escribe con amor y pasión seguro que no son noches de desvelo sino noches en vela.
LLAMADA
Y, gracias a la magia de internet –posibilidad casi negada a los pobladores de Iquitos por aquello de la banda ancha- pude ver a un Nobel de Literatura antes de 1982. En 1975, cuando su libro cumbre ya se había encumbrado entre los lectores de América Latina y llegaba a Europa por la puerta grande. Por donde se lo mire, por donde se lo escuche Gabo siempre fue un grande.