Mi querido Ernest, de improviso, sin anticipación, nos encontramos hace unos mesecitos en Arequipa, a medio caminar de nuestras vidas presentes, esas soñadas desde la infancia, esas que nos cuestan hasta ahora palos y laureles, amigos y enemigos. Yo me dirigía a la presentación de mi reciente novela en la universidad de San Pablo y tú asistías como mediador a un conversatorio literario.
En realidad, te volví a encontrar en la FIL Lima. Esta vez, comentabas sobre los aciertos y desaciertos del primer libro de una periodista, estaba en primera fila, temía que no me reconocieras, traía el cabello más corto que aquella última vez que nos vimos.
Que recuerde, nunca publicaste algún libro —como el buen académico que lograste ser, respetado y consultado en cualquier evento que asistieras— sobre tu labor periodística, ni de tus comienzos en los sótanos de archivos del Ministerio Público, ni tu prodigiosa labor como corresponsal de CNN, donde tuviste que enfrentarte a bombardeos en Asía, soportaste la patanería de algún mandatario, los atropellos contra la libertad de expresión, pero sobreviviste a esos y más eventos. Tienes una gran deuda con el oficio. Mientras, en tu labor de crítico literario pudiste publicar con frecuencia, sacabas del anonimato social a jóvenes escritores que eran menospreciados en su entorno cercano.
Fue ese encuentro en Arequipa el que me ayudó a comprender la enorme oposición del pensamiento y la acción de las personas. Ahí, durante nuestra breve conversación descubrí nuestro parecido a los políticos, no de los buenos, sino de aquellos que perturban la paz generando miedo e inestabilidad.
***
– Ernest, amigo mío, ya son años que no coincidíamos en una ciudad. La última que recuerdo es Trujillo. En aquella oportunidad ambos presentábamos un nuevo proyecto literario.
– Dianita, la chica de la sonrisa angelical, aunque, valgan verdades, los que tuvieron la oportunidad de recibir críticas tuyas, no conocieron lo tierno de tu persona.
– ¡Ay hombre! Uno tiene que ser sincero ante cualquier circunstancia, más si existe alguien que comete un asesinato discursivo.
– Tienes razón chica, eso de respeto tu opinión bla, bla, bla, se lo deja uno a los cobardes o mediocres. Las opiniones están para ser discutidas, cuestionadas, mejoradas, sino nadie aprende nada, entonces, solo entonces, la conversación habrá sido pura habladuría.
– Fuera de eso, cuéntame cómo te ha ido en todo este tiempo, que novedades, inquietudes o dilemas universales pasan por esa mente en estos tiempos.
– Mmm… En realidad no sé por dónde empezar, me pasan tantas cosas que hasta creo convertirme día a día en un villano, me parezco más “políticos”, los que roban a escondidas porque nadie les ve.
– ¿Cómo así?
– Te lo cuento en la cafetería de enfrente. Prefiero evitar algún curioso en la conversación. No te preocupes por el tráfico ah, nadie nos dirá nada si cruzamos en media calle. Lo de cruzar a la altura de un semáforo es protocolo solo para disimular ciudadanía.
– Ya veo. Tienes razón, nadie nos ve, no pasará nada si nos cuestiona algún policía. Todos son una cagada. Se le coimea y punto.
– Te invito un café. A modo de cortesía por este encuentro súbito.
– Pero… ¿traes dinero?
– No correrá por mi cuenta. Se consume y paga el municipio. La misma vaina es.