La grave situación que está atravesando el norte y el centro de la costa peruana, nos exigen realizar precisiones frente a la trivialidad de la opinología y la espuria ilustración con la que nos han invadido algunos medios.
He leído algunas apreciaciones de los que yo llamo “ambientalistas virginales” quienes en el afán de hacer su agosto en medio de la incertidumbre buscan asociar este fenómeno climático con la ejecución de megaproyectos en el mundo. Con ello quieren legitimar su cerril y bien rentada oposición a la construcción de hidroeléctricas, carreteras, puertos y, en general, a cualquier infraestructura que traiga el desarrollo en los países de ingresos bajos y medios. Es obvio que de los países de ingresos altos que ya han construido su infraestructura no dirán nada porque su euroízado, cuando no, dolarizado financiamiento, viene de esos lares.
Los megaproyectos tiene un impacto ambiental que por sí mismo no es negativo, ni irreversible. Si fuera que todo megaproyecto tiene siempre un impacto negativo irreversible, Estados Unidos -que financia organismos no gubernamentales que impugnan la construcción de carreteras en países en vías de desarrollo- no hubiera construido y puesto en uso sus más de 6 millones 580 mil kilómetros de carreteras. España, que es un país de apenas 506 mil km2 de extensión superficial no tuviera cerca de 1 millón de kilómetros de carretera. Perú que tiene 1 millón 285 mil km2, -más del doble de extensión que España-, apenas tiene 78 mil kilómetros de carretera.
La realización de un megaproyecto en nuestro país debe cumplir no sólo con los estudios de ingeniería al detalle sino con los estudios de impacto ambiental que están meridianamente consignados en las normas y directrices orientadas a reducir, mitigar, anular o revertir los efectos negativos de una intervención. Más allá del mandato normativo, sin embargo, nos corresponde actuar con responsabilidad social y con plena conciencia ambiental, sin recortar nuestro derecho al progreso y al bienestar. Si las medidas de protección ambiental se cumplen escrupulosamente ¿qué tendría que ver un megaproyecto con un fenómeno climático como el del Niño costero?
Un fenómeno climático que, además, no es un hecho novedoso en el Perú, en cuanto a su magnitud. Recientes informes históricos indican que en los años 1925 y 1957 tuvimos eventos similares al que padecemos ahora. El de 1925 está registrado en los periódicos de la época como una catástrofe que destruyó Trujillo y que asoló la costa norte, Lima, Ica y Arequipa. La información arqueológica, por su parte, confirma que entre los siglos VI y VIII después de Cristo, los mochicas fueron asolados por un diluvio prolongado que duró treinta años, seguido por una sequía de otros treinta años, ciclos contrapuestos que aceleraron la caída de su civilización.
El famoso arqueólogo peruano Walter Alva ha ido más atrás en el registro y ha encontrado dos culturas destruidas por grandes inundaciones que afectaron gravemente los campos de cultivo, la pesca y las aldeas, obligando a sus habitantes a establecerse en otras áreas. Una fue la de Purulen, en el año 1200 antes de Cristo, y otra fue la cultura Lambayeque que fue azotada por el fenómeno en el año 1,100 antes de Cristo. Estamos hablando de tiempos en los que no había calentamiento global.
De lo anterior se colige que a lo largo de su historia, nuestra nación ha sufrido fenómenos climáticos de alta magnitud debido a su fragilidad climática, no a la realización de megaproyectos como pretende cierta caviarada virginalista. Por eso, una gran tarea para el futuro es la forja de una cultura de la prevención, la reesquematización de los asentamientos humanos y ciudades, el rediseño de viviendas según el clima de cada región, la conservación ambiental, y la construcción de grandes infraestructuras de previsión y defensa de los fenómenos climáticos.
Eso nos falta en el Perú. Un ejemplo cercano: mientras la ciudad de Tumbes ha sido duramente afectada por el desborde del río Zarumilla, el lado ecuatoriano no ha sufrido ningún daño debido a que su gobierno construyó una muralla ribereña de 15 kilómetros para proteger las viviendas y los cultivos. Aquí si quisiéramos hacer algo parecido no faltará un virginalista que afirme que la muralla perturbará el río.