Herman: (En algún lugar del mundo, cierto día, de esos en los que la voluntad está perdida, del mes julio. Escribe un correo.) Alonso, amigo mío, te escribo en estos tiempos por motivo de todo lo que me he enterado sobre la realidad actual de tu país, Perú, ese espacio diverso que tuve el gusto de conocer en el verano de 2010. Me tienen consternado las noticias diarias sobre nuevos casos de corrupción, que no hacen más que entorpecer el desarrollo del país. Apagan esos hechos a lo bueno que tiene el Perú para ofrecer. ¿Se condenará a los delincuentes que existen como autoridades? ¿Es cuestión de suerte lograrlo?

Alonso: (Desde el escritorio del departamento suyo en Lima. Medianoche. Responde al correo.) Querido Herman, ya son muchos los meses que no conversamos. Ya parece perdido aquel hábito que nos tomaba por sorpresa cada vez que nos reencontrábamos en alguna ciudad de la selva. Iquitos, Tarapoto o Pucallpa eran espacios idóneos para emprender diálogos prolongados sobre los más variados e incluso polémicos temas. El pasatiempo de una conversación sin límites, aquella con salidas y entradas de ideas libres, entre dos personas dispuestas a escucharse con atención, no tiene existencia hoy en día. El chisme y las habladurías populares son los medios de liberar ideas y opiniones para el común de los habitantes, también de las buenas gentes. De vez en cuando, con energías positivas, espero resucitar en algún evento, alguna sobremesa, algún texto conversaciones perdidas buen amigo.

Respondiendo a tus interrogantes, primero, quiero aclarar que, he pensado siempre que la buena suerte no tiene sitio, o simplemente no existe. La vida, esa que te ilustra de tropezones, vas surcando con cientos de pequeñas decisiones cada día, con esfuerzo y con tenacidad de diamante. Pero si creo en la existencia de la mala suerte, porque conozco de personas talentosas que se dejan la piel y el alma en cada proyecto suyo, y que, sin embargo, no consiguen salir adelante en sus vidas.

Para el caso del Perú, como estado, pasa lo mismo. Salir de ese letargo eterno no es cuestión de buena suerte, pues la organización de la ciudadanía, la reforma inmediata del sistema judicial, la mejora de la calidad de vida, etc., dependerá de unir fuerzas y compromisos, más que eso, dependerá cuanto se trabaje, es decir, acciones sustanciales.

La corrupción es un malestar que se ha institucionalizado, una enfermedad que siempre nos ha acompañado como República. Eso de personajes corruptos ya es cosa vieja. Lo lamentable en estos tiempos es que, ni audios, ni fotos, ni testimonios parecen ser pruebas suficientes para que los involucrados en escándalos de este tipo se decidan a renunciar, y permitir que la justicia haga su trabajo, y que la ciudadanía sienta que las cosas, en general, funcionan.

Lo anterior, como creen muchos, no es un problema a consecuencia de las grandes magnitudes de los escándalos; aquí, como en cualquier otro país, existe podredumbres y muchas veces, se hacen públicas de diversas maneras. La diferencia es, como dice Juan José Garrido Koechlin, que: en otras latitudes los pillados renuncian, sea por vergüenza, por estrategia política o por minimizar las penas judiciales, mientras que en nuestro país la renuncia no es puesta en discusión. Lo que marca esa diferencia no es entonces el tipo o tamaño de escándalo, sino un problema de cultura, de incentivos, o como prefieran llamarlo.

Entre tantos audios lamentables y denigrables hay testimonios valientes que suplican por cambios reales en la justicia en el Perú ¿Alguien presta atención a ello?