De la noche a la mañana, de un momento a otro, los desconcertados y desconcertantes peruanos, dejaron de ocupar el primer lugar a nivel mundial. Durante años los de la blanca y roja fueron considerados como verdaderos capos en el asunto de falsificar billetes. En cualquier olimpiada del mundo del hampa, los peruleros de ese rubro eran imbatibles. Nadie sabe cómo podían superar en esos asuntos a otros choros más bragados por el consumo interno y con más recursos tecnológicos. Los billetes falsos se hacían mejor en el Perú de los imprenteros informales, de los maquinistas vivos, de los diseñadores moscas y de otros especímenes de larga data y mayor duración.
Pero un buen día se acabó el milagro. Los imprenteros como que se arrepintieron de jugar con las ilusiones ajenas y decidieron dedicarse a otros rubros. Es decir, dejaron a un lado la suculenta falsificación de billetes. Lejos del dolo algunos se hicieron devotos de algún santo, amigos de los amigos y más bien se dedicaron a producir libros a granel. En el mundo sigue ahora la falsificación de billetes. No sabemos qué nación ocupa el primer lugar. Pero conocemos que los peruanos no se dedican a ese turbio negocio. Que otros hagan lo sucio y delincuencial. Los peruanos de estos tiempos están en otra cosa como si hubiera funcionado el arrepentimiento colectivo. Y no es lamentable que haya ocurrido aquello, pues los imprenteros de antes ahora quieren arribar a cualquier mundial de la pelota.
Ello significa que los antiguos falsificadores ponen todas sus energías y sus ganancias en invertir en la promoción de peloteros. En ese rubro, a nivel mundial, están en la cola, en el último lugar. Pero no se arrepienten, ni pierden la compostura. El optimismo les anima noche y día. A ese paso, de aquí a unos mil años, se podrá medir el grado de acierto de los antiguos falsificadores de billetes.