Los días del estío nos hacen refugiar en el cine. De sentir la emoción de las luces apagadas para mirar y escuchar una historia en una sala de cine. Es una de las emociones impagables como cuando mi abuela Natividad en la penumbra nos contaba una historia de centauros e íncubos amazónicos frente al Océano Pacífico en las playas de Pisco. Con esas mismas emociones me topé con el film de Quentin Tarantino, “Django desencadenado”. Me gusta leer y ver películas, sí es mejor, después de un tiempo de su estreno, sí es más largo mejor, de su estreno. El tiempo te da distancia y estás lejos de los falsos oropeles de las apostillas interesadas. Pero con esta película disfruté como un niño. El cineasta hace un guiño a Franco Nero y sus películas de vaqueros que tanto inundaron las salas de cine de mi adolescencia. A su vez es una mirada irónica al cine western al situar como protagonistas a un alemán culto, con un inglés exquisito, y un negro liberto que busca liberar a su amada en un piélago donde la educación no era lo que más brillaba. Todo esto bajo este mundo creado por Tarantino conscientemente exagerado y sangriento. Y la otra película que vimos era una afgana titulada, “La piedra de la paciencia”, en la cual frente a un marido agonizante y en plena guerra (se escuchan bombas y disparos a lo largo de la historia), una mujer va develando con desgarro su historia emocional. Su matrimonio concertado, la difícil situación de la mujer por la ortodoxa lectura del dogma religioso, del héroe de guerra agonizante al que solo le valían las batallas. En un gran alegato contra la guerra y sus consecuencias. Uno de los personajes en esta historia intimista dice: “los hombres cuando no saben hacer el amor hacen la guerra”. Es una sentencia inexpugnable. Una descripción sobrecogedora de la dimensión humana que nos permite bucear en ese mundo tan lejos y tan cerca como el afgano.