Por: Gerald Rodríguez. N
Sí, eso era Marco Aurelio Denegri, el que llamó ‘fraseoclasta’, o el que rompe o destroza un idioma», a Mario Vargas Llosa, como el mismo que aceptó que era un gran literario, que tenía el don de narrar, pero que no tenía el don de la política”. El hombre se destruye y se autodestruye, siempre recuerdo eso, Marco Aurelio Denegri era esa mente lúcida en la televisión que hacía agua la fiesta del entretenimiento. A decir verdad, a todos los mediocres aburría, nadie lo quería diciendo cosas feas de la televisión en la televisión, y como siempre sucede, nadie lo quería reconocer o dar un homenaje en vida por su aguda y tremenda capacidad para criticar inteligentemente las cosas que nunca hubieran querido escuchar sus adversarios, porque nunca caía bien a nadie. Ahora Marco Aurelio Denegri estará criticando el cristianismo de Dios en el cielo, o la eterna rebelión del diablo en el inferno, no se sabe, pero donde esté, su espíritu, el aire que dejó aquella inteligencia aguda para observar los mínimos detalles de las cosas, estará haciendo de la suya en alguna parte del cosmos, en alguna parte del universo, ahí estará Marco Aurelio Denegri haciendo siempre de la suya, para no sentirse a gusto con la ignorancia, que nunca le caía bien.
Por otra parte, se nos fue también Enrique Verastegui, con su poesía que fue la más elogiada hasta entonces, pero uno se pregunta, ¿qué cosa era lo que tenía esa poesía que se atrevía a cuestionar la poesía de Antonio Cisneros, Marcos Martos, German Belli, entre otros? La poesía de Verastegui es una maquinaria, una maquinaria que aúlla, que se arrastra entre los desposeídos, lo cotidiano, que enarbola serafines callejeros y humanos, en la poesía de Verastegui la ciudad es un cementerio público, en este libro el poeta asume la voz de aquel que es invisible en la Lima hipócrita, en la Lima sucia donde la gente vive sin exasperarse, el poeta recoge con estética minuciosa los indescifrables destinos de los que andan por la ciudad sin que Dios se diera cuenta, de ellos, de los que también son poetas de la vida, de la calle, de la muerte, del infierno y la resurrección, todo esto significa en la poesía de Verastegui un alza, un encuentro o un freno para detenernos a mirar que Lima también es la Lima ocultada por el tiempo.
En poemas como Primer encuentro con Lezama, Datzibao, Si te quedas en mi país, Una cita con Sonja / En los extramuros del mundo, la poesía de Verastegui es una poesía confesional, que convierte la luna en una piedra pesada, una patada en el estómago después de que uno se queda pensando cómo es posible que la poesía nos sumerge en esa sopa que es el tiempo, obsesión, o alquimia; uno piensa en la vibración de la poesía, en el espacio o en el arcángel, en la poesía de Verastegui no hay pincelada de omnipotencia, la poesía tampoco recrea la pobre prosa humana, rechaza y confiesa el ritmo de un pensamiento, no de un loco o vagabundo, sino, ¿cómo es que la fantasmal Lima convierte a cada uno de sus visitantes en un abismo? Estremece Verastegui como un sanguinario, y nos hace comestible su poesía, degustamos aquella poesía que no es fealdad, pero tampoco una lata de basura. El arte en la poesía de Verastegui es una situación mental comprensible, es un congreso con uno mismo, y con sus confesiones amorosas sin espanto, esa poesía de maquinaria en un pecho, con ojos y pies, es la poesía que hasta en ese momento no se hizo sentir sin medida.
Entre Verastegui y Denegri, el arte, la literatura, la inteligencia emocional y social, sensible y blanda, queda extensa de cualquier síntoma mediocre. No hay dolor en las calles, ni luto en los libros ni en la televisión, el Perú sigue igual hasta después de un par de años más, porque así sucede en el Perú, eso lo sabe Vallejo, Arguedas, Ribeiro, y tantos más, que después de muertos, el país recién supo que en su útero siempre hubo inteligencia.