No puede ser, pensó, mirando hacia la puerta batiente de ingreso al establecimiento. En esta navidad se cumplen cuatro años desde la última vez que la vi. Y fue, precisamente, aquí. En realidad, con ella vine a este café, solo tres veces. Pero me inoculó el vicio y ahora no lo puedo dejar, sigue cavilando, mientras Javier, el impecable trabajador del “Cajuesiño”, le sirve un espumoso café capuccino, una de las formas de presentación de esta exquisita poción que le encanta y toma, religiosamente, desde hace cuatro años, todos los jueves a las siete de la noche, desde que ella le arrastró al establecimiento, utilizando como argumento de que hacía frío, en esa tarde de noviembre de 2015. La verdad, es que ese día el clima se descompuso. Llovió toda la mañana y en la tarde, corrió un viento gélido, totalmente insólito en Iquitos. Ella, que ya tenía una relación de diecisiete años con él, sin casarse todavía, le iba contando, con mucho entusiasmo las bondades del nuevo lugar, inaugurado ese año. Así era la mujer con la que mantuvo una relación insuperable, que acabaría de manera tan abrupta y dolorosa.
Teresa García Ríos, ingreso a estudiar, en la Universidad Nacional de la Amazonía Peruana, ingeniería forestal el año de 1998. En esa facultad conoció a Petter Heinz Flores. Al principio, a Teresa, le parecía un tanto petulante. Luego se hicieron amigos. Ella tenía diecisiete años y él, diecinueve. A los dos meses de conocerse, se volvieron enamorados. Ella bromeaba y solía decir que él, nunca dejaría de ser su aminovio. Tú, más que mi enamorado, eres mi mejor amigo, así que déjate de huevadas y ven, cuéntame tus problemas para tener de qué reírnos, le decía, con sonoras carcajadas. Esa espontaneidad, a él le tenía deslumbrado.
Su relación se afianzó más cuando los dos fueron a la marcha de protesta contra el gobierno de turno, el 24 de octubre de 1998. Día que recorrieron, varias horas, exhaustos y cautivados por esa multitud, que protagonizó los hechos ya conocidos y que pasaron a la historia de Loreto. Petter y Teresa, fueron en el grupo de universitarios, marchando con arengas contra la dictadura, desde su facultad hasta la Plaza 28 de Julio. Fueron doce cuadras. Inclusive, recuerda Petter, que al cruzar la calle Nauta con la calle La Condamine, divisó el templo de la Logia de Los Masones y el local que, en ese entonces, estaba al frente, sin imaginar que diecisiete años más tarde, en ese lugar inaugurarían El Cajuesiño, donde pasarían las horas más felices de sus vidas. Con retrospectiva, él recordaba ese momento con nitidez y lo asociaba a un instante profético.
Cuando los jóvenes llegaron hasta la calle García Saenz, para ir en dirección a la calle Próspero, con la intención de llegar a la Plaza de Armas, una muchedumbre enorme les encontró. Y cuando se integraron a esa marea, retrocediendo hacia la Plaza 28, se tropezaron con los policías, armados hasta los dientes, quienes empezaron a lanzar bombas lacrimógenas. A Petter y Teresa, les tomó desprevenidos. Fueron empujados por esa masa que avanzaba incontenible sobre los represores. Quienes, ante la determinación y la cantidad inmensa de personas, huyeron en desbandada para reagruparse a la altura del edificio de un hotel de lujo, donde estaba, el general, alto funcionario del gobierno. Este militar, se acobardó e intentó salir huyendo en una camioneta. Una parte de los manifestantes, al reconocerle, le cerraron el paso, pero el alto mando gubernamental, ordenó al chofer que no se detenga y continuara la marcha. El vehículo se llevó de encuentro a varias personas, falleciendo, al instante dos de ellas. La multitud enardecida por este acto, rodeó la camioneta. La policía corrió al rescate de los ocupantes del carro, a quienes lograron sacar del lugar, pero al vehículo, todos a una, lo viraron, con las llantas mirando al cielo y, ahí mismo, lo incendiaron. Como el militar, regresó a refugiarse en el hotel de lujo, la gente alborotada por lo que había pasado, también atacaron el edificio y le prendieron fuego. Petter y Teresa asistían a todo esto, sin poder reaccionar, anonadados. Tampoco podían salirse del grupo, porque era bastante gente y solo quedaba moverse por donde la masa lo hacía, a riesgo de caerse y quedar a merced de sus pisadas. Hacían lo que podían para no separarse, en ese maremágnum incontrolable. Después de la quema del edificio del poder judicial, ante la consigna de ir a la Plaza de Armas, a incendiar otra entidad pública, la estrechez de la masa se relajó un poco. Ellos aprovecharon el momento y, a la altura, de la calle Brasil y Próspero, se sentaron debajo de un árbol, revisando sus lesiones. Teresa sí que estaba magullada y tenía los ojos muy lastimados por los gases lacrimógenos. Pero su mayor dificultad es que se había torcido el tobillo y ya no podía caminar. Petter solo tuvo heridas superficiales. Le fue mejor. Tuvieron que esperar un buen tiempo, hasta que la gente de la protesta se alejara. Luego llevó, en brazos, a la chica hasta una mototaxi y la transportó a un centro de salud.
Y ahora, sentado en esa mesa, donde Javier, el joven trabajador del local que está pendiente de él, termina de atenderle, sirviéndole un delicioso pan con queso, Petter, vuelve a recordar ese día. En realidad es solo inicio de ese torrente de imágenes que le acometen siempre que viene acá, al Cajuesiño. Ya han pasado cerca de cuatro años y él no puede salir de esa especie de limbo en el que vive. Toma un sorbo más de su café preferido. Mira entrar por la puerta al artista del día, que deleitará con su arte a los clientes que se den cita en el lugar. Ve pasar una pareja, agarradas de las manos, que suben al segundo piso. Esa visión, desata en él un torrente de imágenes en su cerebro. Pasan, vertiginosamente, aquellos días de la universidad, donde se amaban tanto que no desperdiciaban oportunidad de demostrarlo. Una sonrisa cruzó por su rostro al recordar que una tarde subieron a la azotea del edificio de la facultad. Allí se pusieron a contemplar el hermoso herbolario de la universidad y, además, cubiertos por las frondosas hojas de tres floripondios, que crecían en enormes maceteros en esa terraza, hicieron el amor. Con el huracán de las caricias, no pudieron evitar manchar la ropa interior de ella, en el momento en el que él, eyaculó afuera. Teresa, al reponerse del rebate amoroso, arrojó su calzón, desde las alturas hacia el jardín de la facultad, con tan mala puntería, que quedó colgando, como una bandera pirata, de una de las ramas más bajas del árbol de mango, a la entrada del vivero. Ella se mataba de risa y él, estaba aterrado, con tan solo la idea de que alguien pudiera darse cuenta a quien pertenecía la prenda. Movió su cabeza un par de veces, como asintiendo algo, y Javier, el trabajador del establecimiento, le preguntó si necesitaba algo más. Él se avergonzó. Le dijo que no.
Petter era consciente de que el espectro de los sucesos de su relación con Teresa, tuvo infinitas variedades. Fue colorida. Es cierto, también hubo líneas grises y negras. Así es la vida. Nada es cien por ciento radiante o feliz. Pero en las sumas y restas, él podía decir que esa relación fue, aparte de ser la más larga que tuvo en su vida, la mejor de todas. Teresa era capaz de restañar cualquier herida de su alma. Tenía la habilidad extraordinaria de hacer de él su mejor versión. Petter, siempre pensó, que haber estado con Teresa fue lo único portentoso que le ocurrió hasta ahora y no podía salir del profundo hueco en el que cayó a raíz de su ruptura. Le parecía un túnel hacia abajo, que solo conectaba con sufrimiento. Con un dolor permanente. Un sentimiento que se negaba a ir, tozudo, pegado a él como hiedra en muro de vergel. Volvió a tomar un sorbito de su café, contemplando hacia la puerta del establecimiento. Entonces, como un sueño, creyó ver pasar a Teresa con un hombre, acompañándola. Se levantó raudo en su búsqueda. Al salir del lugar, miró hacia la confluencia de las calles Nauta y Raimondi y creyó ver a la pareja doblando hacia la izquierda. Corrió hacia allá, mientras que Javier, el solícito jovencito del “Cajuesiño”, iba detrás de él, porque aún no había pagado la cuenta.
Cuando alcanzó la esquina, echó un largo vistazo hacia ambos lados de la calle transversal, con la esperanza de que su espejismo fuera realidad. No los volvió a ver. Se quedó parado una eternidad. Javier, muy educado, no dijo nada. Petter volteó y se quedó perplejo. Lo siento señor Petter, pero tenía que asegurarme de que usted pague su consumo, porque si no me lo descuentan de mi quincena, le dijo. Petter carraspeó asintiendo. Regresaron al Cajuesiño. Al momento de pagar, oyó con nitidez (en todo caso, creyó escuchar) la voz de Teresa a sus espaldas. Respiró profundo, sacó la cartera y pagó con un billete de alta denominación. Mientras Javier iba por el cambio, sacudió su cabeza de nuevo y se dijo que esto debía terminar. No podía estar asido a formas de esperanza o ilusión de volver con ella. Tenía que salir de ese hoyo en el que se mantenía por cuatro años ya. Suspiró decidido. Por última vez, quiso recordar los momentos finales de su relación, cuando se hizo añicos esa enorme torre de marfil que había construido en su alma para ella. Los detalles, los guardaba, pero, cada vez que los evocaba, sentía un cuchillo atravesándole el alma. Se dijo a sí mismo, que era hora de comenzar de nuevo. En ese instante, apareció Javier, llevando en una mano la diferencia del pago y en la otra una humeante taza de café capuccino, justo la que Petter, solía tomar.
— No se preocupe — le dijo, con el rostro sonriente y entregándole el vuelto en sus manos — esta taza es gratis, la casa invita.
No necesitó ser adivino para saber que, aunque hayan pasado cuatro años sin Teresa, este lugar seguiría, irremediablemente, estando ligado a su existencia.
Seudónimo: Kendal