CONCURSO DE CUENTO CORTO: “Cuentos de Navidad alrededor de una taza de café”

Segundo lugar: “Chocolate y café”

Seudónimo: Déjà vu

Autor: Pedro Luis Carpio Upiachihua

Hoy comimos caramelitos de almuerzo, nadie quiso comprarnos los cigarros en la mañana, ni siquiera un chicle, caminamos de largo desde la plaza Castilla al bulevar, del bulevar a la plaza de Armas, de allí bajando por los casinos, discotecas y pollerías, el olor estaba mezclado entre humos, tragos y comida grasienta, deliciosa comida grasienta de la noche que sólo podía degustar en algunos sueños y que veía todos los días, en considerables cantidades, dispersa en una de las esquinas donde el viejo carro de basura pasaba recogiéndolo todo,  nunca me atreví a hurgar entre aquel cúmulo de cajas apestosas, supongo que en algún momento tendré que hacerlo si la situación no mejora, la mayoría de las personas que conozco (y son muchas) terminaron en ese asunto, los puedes ver caminando por las calles de la ciudad, todos los días del año, están desnudos y sucios, llevan siempre una pelambrera que asusta, pero eso es sólo a causa del frío y los pies descalzos, el asfalto quema mucho no importa el clima que sea. Cuando llegamos a casa con la misma cantidad de mercancía, mi padre nos gritó, nos acorraló con un garrote que robó de su antiguo trabajo, para él no habíamos recorrido lo suficiente, no habíamos ofrecido ni gritado lo suficiente para que voltearan a vernos, para que nos compraran algo, nos aporreo a cada uno hasta el punto de saciar su ira, nunca comprendimos por qué le dábamos tanta cólera, terminábamos en el suelo llorando sin saber exactamente qué hacer, luego se iba llevando la misma mercancía y al cabo de tres o cuatro horas volvía sin nada en las manos, al parecer siempre lograba venderlo todo y gran parte del dinero lo gastaba en bebidas, lo sospechábamos por ese olor inconfundible de alcohol que arrastraba con él el resto del día, guardaba siempre algo para nosotros, para seguir existiendo, y un poco para volver a comprar lo que se debía vender mañana. Nos pasábamos todos los días sentados en aquel pasto verde natural junto a mis hermanos, practicando frases que diríamos al día siguiente, intentábamos dar un buen discurso, de ese modo las personas no correrían de nosotros, bailábamos, cantábamos, era un poquito de felicidad que se podía disfrutar a veces, cuando el viejo no estaba, mientras disolvíamos en nuestras lenguas el pedacito de caramelo que tendría que ser suficiente para todo el día. Luego llegaba la noche, había horas en que el dolor era insoportable, nuestros estómagos no se contentaban con esa pequeña barrita dulce, y desde la ciudad, grande, luminosa, ruidosa, hasta nuestra pequeña casita oculta en la oscuridad y la yerba, llegaba una esencia inconfundible, un bálsamo que me recordaba a mi madre cuando estaba viva, cuando parecía haber una chispa de prosperidad, entonces había pan en la mesa y café en la taza, ese aroma no lo puedo olvidar, pan y mantequilla, un delicioso café caliente, todos esos ingredientes que sólo mi madre conocía y que no logro recordar de tanto dolor, pero que dulcemente recuerdo su aroma y lo persigo, aunque a veces no sé a dónde voy. Al salir en las mañanas llevando paquetes de cigarros y chicles con mis hermanos, al caminar por las aceras, percibimos ese gusto, muchas personas se preparan un café al romper el alba.

Un día, antes de que un sinfín de vehículos saliera, mientras vendíamos  lo mismo de siempre lo reconocimos, era esa ternura en el aire, era ese abrazo, ese buenos días, ese secreto, esa corriente que nos atrajo, era ese mismo aroma de aquel delicioso café hecho por mamá, ¡no puede ser! dijimos entre nosotros, ¡es mamá, es mamá!, y avanzamos rápidamente casi llorando, subiendo la calle Raimondi, unas cuadras más allá, llegamos a una esquina, estábamos tan cerca, hoteles de lujo, restaurantes carísimos, carros brillantes, doblamos la esquina bajando por la calle Nauta, sujetos grandes y pulcros con lentes oscuros parados a fuera de grandes edificios, viendo el amanecer o quizás yendo a algún trabajo, siempre mirando hacia arriba, siempre tan limpios, acaso alguna vez agonizaron de frío en alguna madrugada, acaso alguna vez se vieron obligados a robar por desesperación, a suplicar en llantos por una sola moneda que sirviera como capital de alimento para todo el día, para toda una semana, no lo creo, su posición se veía tan inalcanzable, pero mientras ellos derrochaban sus placeres, nosotros corríamos a por uno, por esa sensación agradable de estar en casa, en una buena, la de los viejos tiempos, y seguíamos bajando poco a poco hasta llegar a un pequeño lugar, ventanas de vidrio, puertas de vidrio, llevaba globos encima, pequeñas figuritas de un tal Papá Noel o así escuché que se llamaba en las pocas veces que fui al colegio, mayólicas color café perfectas para lo que estaban destinadas, una casita, una colorida casita acogedora es lo que era, llevaba un logo verduzco de una taza de café y unas letras seguidas del mismo color que decían Cafezinho. Nos quedamos afuera un rato, todo lucía bastante bien, las personas siempre sonreían ahí dentro, jóvenes sentados contándose chistes, viejos barbones leyendo un periódico, y en las mesas, sobre las tacitas llenas de aquel caliente líquido castaño, se podía ver la esencia etérea de la receta familiar. Como una pequeña sala elegante, como un hogar afectuoso, las personas no se daban cuenta, todos los que pasan de largo parecían ser indiferentes a la magia, ¿no lo notaban? ¿estaban ciego, estaban sordos? ¡acaso no tenían nariz! no lo sé, pero no podíamos quedarnos mucho tiempo, ni siquiera podíamos entrar, no teníamos dinero, el viejo nos esperaba, seguramente, furioso por tardarnos tanto, así que entre los tres nos prometimos venderlo todo, lo que sea necesario para una taza, para una sola y placentera taza de café. Ese día caminamos más cuadras, de modo que nos demoramos mucho tiempo, casi hasta el mediodía, no me quejo, las calles estaban armoniosas, los villancicos le daban, en cierto sentido, una sensación de paseo recreacional, algunas personas que compraban nuestros productos nos deseaban una feliz navidad y seguían su camino.

Al regresar a casa, bajando, por las escaleras de la plaza castilla, mucho más allá, donde a veces suenan más los grillos que las canciones navideñas, donde el agua hace flotar las casas cuando el río crece, donde ningún alcalde o presidente quiere meter sus narices, ahí coexistíamos. Al llegar, el viejo no estaba, parece ser que se cansó de esperar y fue a buscarnos o fue a continuar bebiendo, seguramente las dos cosas, porque después llegó tarde y ebrio, hay una cosa aquí que quiero resaltar, el viejo nunca nos golpeaba cuando estaba bebido, al contrario, nos trataba con cariño, lloraba e iba a dormir solo en algún rincón del entablado de la casa, pero los efectos le pasaban muy rápido, así que lo escuchábamos gritar nuevamente, nunca recibíamos ninguna queja de los vecinos, quizás simplemente no les importaban nuestras vidas, pero ese día lo recuerdo perfectamente, despertó a la mañana siguiente como si todo estuviera bien, contó el dinero, ni siquiera notó los centavos que faltaban, yo me acerqué y le expliqué el porqué de nuestra demora, dije que tuvimos que recorrer más y por lo tanto absorbió mucho más tiempo, pareció comprender, fue muy infrecuente. Los días siguientes nos golpeó un par de veces, cosa aún más rara, nos golpeaba sin fuerza; sin embargo, nunca notaba los centavos que faltaban. Una mañana de esas sucedió algo extraordinario, una sorpresa total, el viejo estaba sonriendo, se nos acercó, nosotros acabábamos de despertar casi forzadamente por las cancioncillas que traía el viento de la ciudad, -“¡Feliz Navidad hijitos míos!”- nos dijo, y al decirnos esto nos abrazó, un abrazo cálido y grupal, éramos tres enclenques de 8, 10 y 12 años, y sus brazos fueron suficientes para acurrucarnos de una increíble ternura – ¡Feliz Navidad hijitos míos, Feliz Navidad! – continuó diciendo- ¡levántate Fabricio, arriba Jon, Antonio!, acaso no lo distinguen  ja, ja, ja,- nos miramos estupefactos los tres, vimos a papá, y él comenzó a respirar profundo, casi a olfatear como lo hacen los perros, y era verdad, había algo en el aire, algo diferente, exceptuando todo lo que estaba sucediendo hasta entonces- ¡Pero qué ciegos, qué sordos, es que acaso no tienen nariz!, disfrútenlo, levántense, ¡eso que notan es chocolate!- cierto era, había pasado dos años después de haber probado el chocolate, la navidad pasada nos llegó cuando estuvimos graves de una rara enfermedad que vino y se fue sola un mes después de diciembre- ¡discúlpenme hijitos míos, discúlpenme por tantos golpes, los quiero tanto! ¡Vamos, vamos, levántense la ciudad está repleta de chocolate! – nos pusimos de pie enseguida, todos a lavarnos las caras, los dientes y las orejas en las orillas del río, éste fluía siempre con tal vehemencia, y cerca de allí se escuchaban esos pájaros, esos que siempre llegan en la última y más popular época del año ¡Navidad!

Llevamos con nosotros los centavos que habíamos ahorrado, y el viejo tenía razón, tenía toda la razón, nunca había visto una navidad tan alegre, la plazuela estaba llena de globos, los villancicos se escuchaban por todos lados, las personas que se cruzaban al andar se saludaban deseándose una feliz navidad, las casas parecían ser de juguetes por tantos adornos dorados, rojos y verdes, lucecitas canturreaban junto con los pajarillos, subimos nuevamente por la misma calle de aquella primera vez, doblamos a la derecha en una esquina, y lo que nos encontramos era mágico para nosotros, nunca habíamos visto tal cosa, era un Papá Noel grande, enorme, junto a un árbol navideño gigantesco, se ubicaba en la acera de la cafetería, y de allí emanaba un aroma delicioso, aquello que hacía feliz siempre a los niños, niños como nosotros, que los hacía desvivir noches enteras en estas épocas, chocolate, ¡una chocolatada!, ¡una robusta olla llena de eso!, no lo dudamos y fuimos a hacer fila “¡Feliz Navidad niños JO,JO,JO, JO, JÓ! ¡FELIZ NAVIDAD!” – decía Papá Noel- ¡Llévense una taza de chocolate y café! – las sorpresas y los regalos eran más grandes aún, ¡una taza de chocolate y café para cada uno!, ¿quizás era un sueño? Recogí los dos en vasos diferentes, mis hermanos hicieron lo mismo. Lo primero que tomamos era el café, y era todo lo que esperábamos, la misma fragancia, la misma dulzura, era como un regalo navideño de mamá, oh mamá cuanto quisiera que estuvieras aquí y comentarte que te robaron el secreto, aun así, es maravilloso encontrarte siempre, encontrar tu cariño familiar tan cerca, pero papá, papá seguro que también estaría hechizado de poder beber un poco de tu café mamá, tengo que llevarle un poco, tiene que sonreír aún más este día. Fui con el dinero a querer comprar una taza para llevar, pero se negaron a vendérmelo “Es navidad, pequeño, me dijo la camarera, hoy te lo regalo”, me sirvió el café en una tasita descartable en donde llevaba el logo y unas cursivas que decían Cafezinho, agradecí y le deseé felices fiestas. En aquel momento nos regresamos mientras las bebidas estaban aún calientes, en el camino nos encontramos con un señor que vendía panetoncitos a un sol cada uno, compre cinco y fuimos a casa. El viejo estaba sentado en una silla tambaleante, nos acercamos, parecía estar viendo el horizonte verde que tenía en frente, tarareando una cancioncita en silencio, triste –Papá- le dije- te tenemos un regalo- saqué el vaso de plástico y se lo di, mi padre no pudo negarse, nosotros llevábamos nuestras propias tazas, lo recibió con naturalidad pero, cuando lo probó, fuimos notando cómo poco a poco sus facciones iban cambiando, él también lo reconoció, y de sus ojos salieron unas lágrimas de felicidad y alegría- ¡Feliz navidad papá!- dijimos los tres juntos,- Feliz navidad niños- nos respondió con una voz muy apacible, sonriendo, todo estaba bien ahora, entonces sacamos los panetoncitos, y mientras le compartíamos el chocolate y café, y lo tomábamos a pequeños sorbos, nos dijo – Siéntense niños, les voy a contar una historia- nos sentamos ansiosos,  guardamos silencio mientras mordisqueábamos las pasas, él continuaba- la historia se llama “el Papá Noel que no tenía nariz”- todos nos reímos al mismo tiempo, casi botamos lo que teníamos en la boca, pero luego siguió- Y dice así… Había una vez…