En recorridos a pie,  subido a balsas viajeras, a golpe de remo por la ruta de ríos remotos, en frágiles aviones fronterizos, abriendo trochas por rutas no holladas, soportando las inclemencias naturales, esquivando la agresión de las fieras, huyendo ante la sospecha de la aparición de los no contactados, el candidato de aquel tiempo recorrió todo el vasto territorio regional. No imitaba a los líderes tradicionales ni modernos. Era otra cosa. Porque consideraba que al condón como una única doctrina y máxima clave para alcanzar el máximo poder provinciano.

En cada lugar que visitaba improvisaba un encendido discurso de alabanza al preservativo. Entre el aplauso y los gritos de sus colaboradores, decía que todo aquel  que usaba condón era alguien precavido, previsor, adelantado. Jamás iba ser vencido en ninguna lid pues nunca se convertiría en padre de improviso, ni acabaría de marido a la fuerza, ni se perdería criando hijos no esperados ni deseados. Era libre de polvo y paja alguien que usaba sin disimulo ni vergüenza ese artículo que había cambiado la historia de la humanidad que antes se extraviaba en el pecado de la carne.

Después, en sobria ceremonia donde no faltaba la bendición del cura del lugar o de la autoridad oficial, el candidato,  que en realidad había ampliado o extendido al entonces olvidado alcalde de San Juan que regalaba condones como si se tratar de cabaciñas de carnaval, regalaba un preservativo por cabeza, sin fijarse en el sexo de los afortunados, la edad, la condición social, el  equipo de fútbol, el partido político, el grupo religioso o el tipo de sangre. El preservativo entonces era la esperanza de la ciudadanía. Pero no sirvió de nada tanta belleza, pues el mismo candidato fue descubierto como alguien cargado de hijos no deseados, con varios juicios por alimentos. Lo más triste es que era un pésimo padre, pues todos sus hijos eran progenitores prematuros.