Biografía Zoológica (VI)

Entonces, en un lugar de la Plaza 28 de Julio, acampó el afamado circo Hipódromo. En la flamante carpa se instalaron butacas, galería y palco, para que los siempre animados, inquietos y diversionantes iquiteños disfrutaran diariamente de las suicidas acrobacias de la señorita Rampone que se desplazaba en un silla sobre la cuerda, de la fuerza descomunal de Joao Tiburón o el varón más fuerte del Brasil, de miss Ana dirigiendo a sus perros amaestrados que mandaban al trasto eso de can que  ladra no muerde y otros episodios dignos de perpetua recordación.

Para los iquiteños de entonces fue una celebración el estreno de un nuevo circo. Ciudad de provincia, alejada del resto del mundo, sin carretera a ninguna parte, ni a la esquina, sin campaña política  y sus suculentas ocurrencias, sin televisor dominando en los hogares, sin tantas casas de juego o salas de baile, el circo era una convocación unánime, un motivo para escapar del tedio de la rutina. El circo e Iquitos se entendieron perfectamente como el toma y daca, considerando que gran parte de esas vidas tenían que ver con quiebres, habilidades, maronerías y hasta payasadas circenses.

La concurrencia, como tantas otras veces si de diversión se trataba, era masiva, comunal, arrolladora. Lo que no ocurría cuando la convocatoria era para el trabajo, salvo que al final hubiera su respectivo brindis. En ese entonces era muy difícil para los espectadores declarar su preferencia por alguno de los números del circo Hipódromo. La fiesta en la plaza andaba en todo su apogeo, en todo su furor, y la boletería mostraba sus cifras, anunciando que el éxito iba viento en proa.  Nada hacia presagiar que sucedería un hecho curioso, un asunto clínico, que ahora nos sirve como una parte de esta biografía bastante animada.

El circo Hipódromo, como no podía ser de otra manera, tenía como emblema o símbolo o mascota a un caballo. El equino iba a todas partes como un adorno, un estandarte. Era el único ejemplar en una empresa que rendía homenaje a la carrera o las apuestas o los jinetes. O lo que fuera. Funciones iban y venían. La boletería no dejaba de mostrarse fecunda. Los espectadores vibraban hasta sus médulas y la temporada podría prolongarse hasta fin de ese año, hasta que el caballo perdió equilibrio y no pudo realizar su labor de mascota circense. Andaba enfermo.

Entonces, el alférez en servicio activo, Leoncio  Vega, no anduvo en consideraciones sobre lo marcial y castrense de su oficio, ni tembló ante el equino derrumbado. Como alguien de armas tomar, le sometió a riguroso examen al animal y procedió a realizar una laberíntica operación caballar. Después la extracción de 3 litros de sangre fue motivo de dilatados comentarios. La cirugía del militar fue brillante. El caballo, después de un reposo de 10 días, volvió a las andadas. Es decir, a pararse cerca a la carpa. La ciudad entera demostró entonces que su amor por los animales era más que lirismo, más que vana promesa. Era verdadero.