ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
Desde junio de 1990 que inicié el ejercicio de la profesión indisciplinadamente, como creo todo lo que he hecho y haré en mi vida, no me había colocado en una encrucijada medio existencial y medio no sé cuántos. Y hoy, más de treinta días después, puedo cantar y contar que por más efímero o eterno que sea este trabajo en el Poder Legislativo no podía negar ese pedido (te digo que no aceptes, me dijo un cuajado y cojonudo periodista de la vieja y nueva generación la tarde que le consulté mientras tomábamos un café, pero no hay forma de negar este pedido por una razón: te pide un amigo). Y es que ya en mis años de soltero vagabundeante –porque la vaguería era abundante– me había topado con propuestas profesionales que me alejaban del terruño y las iba negando conforme aparecían. Esta vez algo jugaba en mi contra. O a mi favor, mejor será decir. Y es que las lecturas biográficas de los últimos años me han cambiado diametralmente las cosas. Desde Ernesto Guevara, ese argentino-cubano universal, hasta Gabriel García Márquez, ese colombiano de la vida díscola y la creación heroica; pasando por Mandela, ese líder negro que aclaró muchas cosas en mi vida, no he parado de aprender y aprehender de lo escrito y vivido. Y con toda esa experiencia –qué quieren que les diga, como escribe Pedro Salinas–, qué quieren que le diga a un amigo. Un sí, aunque decirle un no hubiera sido para que me tenga pensando el resto de mi vida en por qué no le pronuncié un sí. Arjona dixit, para ponernos románticos.
Y es que siempre estuve en la otra orilla. Hurgando los vericuetos gubernamentales, sean distritales, provinciales, regionales y/o nacionales. Divagando sobre lo que uno es y quiere ser. Lo que uno quiere y desea que sean las cosas. Porque los periodistas, aquellos que a pesar de los avatares y las experiencias de muertos y heridos seguiremos con la piel de gallina ante un niño desprotegido o ante un anciano que no tiene nada que llevar a su maltratada cavidad bucal, siempre vamos a estar con la dermis y epidermis dispuesta a estremecerse. Sea dentro o fuera de lo que se llama poder y cuarto poder. Y debemos estar preparados para nadar contra la corriente, ribereñamente. Y es que la vida, amigos, es una contracorriente constante. Y todo depende del cristal con que se mire. Claro, a veces uno quiere jugar al elefante en la cristalería y otras veces se quiere vestir de rojo para sofocar el fuego que amenaza consumirnos. Lo importante, creo, es jugar limpio –Fair Play le llaman–. Y para ello –aún ante el riesgo de equivocarnos, porque perfectos no somos, ¿verdad?– tenemos que despojarnos del egocentrismo que todos llevamos dentro y saber que salvo la ilusión todo es poder. Y nunca debemos perder la ilusión, más aún si estamos con un pedacito de poder.
En junio del 2012 un colega me preguntó ¿por qué nunca había aceptado el trabajo en una oficina de comunicaciones? Y este pechito –sin saber que pocas semanas después me comería mis propias palabras– le afirmaba que no me veía sentado por varias horas en un sillón burocrático. Y tan contradictorias fueron esas palabras que hoy hasta me admiro de mi permanencia diaria en una oficina por más de 21 horas, batiendo mi propio récord. Y nadie podía pensar que a los pocos días que el Presidente de la República, Ollanta Humala, dijera espontáneamente al ser preguntado sobre cambios ministeriales que “donde va haber cambios es en RPP”, el corresponsal de Iquitos dejaría ese cargo en la capital loretana para asumir una jefatura en lo que los apristas y no apristas –hoy yo también estoy convencido de ello– llaman el primer Poder del Estado. Fue en Santa Clotilde, río Napo, donde burlando las barreras de la gente de prensa de Palacio de Gobierno, me las ingenié para sacar unas declaraciones justas y necesarias al jefe de Estado. A los pocos días de esa premonitoria frase presidencial me encontraba cruzando los pasillos del palacio presidencial para que una amable periodista me dijera en mi cara pelada: “Ahora estás en el otro bando”. “Serena, morena”, le respondí mentalmente, eso de otro bando en mi tierra provoca varias interpretaciones. Y estoy aquí, contemplando la panza de ratón del cielo capitalino, bañándome nuevamente a las seis de la mañana con un chorro de agua fría que repara todos los músculos y sentidos. Aquí estoy tiritando más que por el frío de agosto por la lejanía de los míos. Sacándole el jugo a la nostalgia, comprendiendo a la especie. Y que sigan los gerundios.
Tan callando se pasa la vida, que uno se despierta con las canas que antes había visto en el progenitor. Y no es que recuerde las canitas al aire que desperdició sino que el color del cabello, pienso, es la medida exacta del recorrido por este mundo. Y uno tiene que pensar en los demás, dejar esa hora loca que fue la vida antes de los cuarenta y reflexionar sobre la paulatina retirada. Maurilio, Maurilio, tú que quitas los pecados del mundo, concurre a mi llamado. Ya estamos a la vuelta de la esquina y la calle nos perturba. Nos llama la llama, pues. Y la vida, esa partera de todas las historias, nos pone entre la espada y la pared. Y cuando uno ya tiene pensado pasar gran parte del tiempo jugueteando con los que de alguna manera continuarán con la estirpe, se viene a aparecer el diablo en campaña. Y, vamos, la vida no es solo el cielo azul o la brisa ribereña frente a Manacamiri jurando amor eterno al más eterno de los amores que haya uno cortejado. No, la vida no es así. No debe ser así. Así que, más allá de sentimentalismos, ya estamos en la jugada. Como siempre. Tratando no solo hacer cosas buenas sino hacerlas bien, agustinianamente. No hay pierde. Porque los que están en el otro mundo siempre acudirán al llamado aunque estemos en el peor de los mundos. Y habrá siempre un cordero de Dios que quite los pecados del mundo.
Últimos días de agosto, ya estamos montados en el caballo. Y viendo el Perú desde el hemiciclo. También desde el aire. Comprendiendo al país desde los pasos perdidos para no perdernos en el intento. Soportando los sábados y domingos sin ella, sin ellos. Cosa seria, maestro, cosa seria. Porque de tanto pensar en dar una vueltita por la tierra resulta que me encuentro a pocos minutos de aterrizar en Tacna, la heroica y sureña ciudad del patriotismo y quizá la más peruana de todas. Y uno que de joven –al ritmo de Rafaella Carrá– quiso comprobar que para hacer bien el amor hay que venir al sur, termina contagiado de tanta peruanidad y tiene que resignarse a aceptar que la patria se siente de otra forma en la tierra de Bolognesi. Que lejos de cualquier territorialidad hay que tener el pecho inflado porque aquí se ama al Perú y a los peruanos. Tacna, ciudad heroica, tus calles abarrotadas no con banderitas sino con gargantas que gritan todos los “vivas” posibles. Niños que exclaman con euforia vítores hacia la mujer tacneña. Y es que la heredad se hereda, señores. Y mientras olfateo un picante a la tacneña, el rostro risueño del presidente del Congreso, Víctor Isla Rojas, ya en el vuelo de retorno a Lima, afirma: “hay que conocer la historia de Tacna para comprender cómo viven las mujeres y niños esta fiesta patriótica”. Y claro, todo tiene que ser una fiesta, siempre. Hasta este reto efímero que tiene las características de una “Beca 18”, al decir de Chema Salcedo, porque se aprende y comprende al Perú y a los peruanos.