La pandemia hizo palpable la fragilidad, la incertidumbre que leíamos en los ensayos y que las veíamos a cierta distancia. Sentado en la cama del hospital sentí que los proyectos en mente se desplomaban. Luego de llevar horas en la UCIR vino un grupo de médicos y me trasladaron a la planta de Neumología. Allí estaba solo en la habitación, ligado a un aparato de oxígeno, muy sensible, que pitaba al más ligero movimiento, y a una cama de la que no me movería para nada por casi veinte días. En esa cama me pasaba y hacía de todo. Desde muy temprano me visitaban los pinchazos en el brazo para la analítica, para las radiografías de rayos X a los pulmones, la medicación por la vía intravenosa, tomar pastillas. La médica me comentó desde un primer momento, con claridad, que en esta enfermedad se caminaba bajo la premisa de ensayo-error.

Me aferraba como a un clavo ardiendo a que el ensayo sin el error tuviera éxito. Todo esto lo vivía aislado y es lo que más duele. El personal sanitario venía a verme con la debida protección que amerita la pandemia. Pedí a F que me enviara un libro de cuentos de Antonio Tabucchi y una libreta de apuntes con un bolígrafo –fueron mi tabla de salvación de lo que vivía en la UCIR y en la planta de Neumología-, al libro de Tabucchi llegué a releerlo. Lo malo de todo este calvario es que llevas la enfermedad en solitario, alejado de tus seres queridos y la impresión que la historia que vivíamos se cortaba de manera abrupta y con final incierto. Me sentía como uno de los personajes vivos de los cuadros de Hooper, anegado de soledad. A pesar de contar con una amplia familia extendida a ambos lados del charco, estaba solo. F en casa, lidiando con la enfermedad y mostrando fortaleza, mis padres confinados en Lima, mi hermano en Iquitos (lugar de Perú con una desastrosa gestión de la pandemia), mi hermana en Manaos, Brasil (como en Perú con déficit sanitario y con un presidente para ponerle una camisa de fuerza) y a mis sobrinos Miguel, Rafael y Claudia, amén de los amigos y amigas; aquí en Madrid, mi suegra Mila, mis cuñados, cuñadas y sobrinas Selma y Sara, la dilatada familia de F, el primo Alejandro fue de gran ayuda, los amigos y amigas, conocidos, y yo sentado en la cama del hospital con la mascarilla para respirar. Sientes la humedad y los estragos de la soledad que te obliga a replantearte todo. En medio de esta turbulencia te embarga la incertidumbre, te mojas y sumerges en ella. A la certeza le han hecho un agujero, me repetía. Lo que tenías claro se teñía de temor. La recuperación es lenta, más que nunca dependía de mí y del historial clínico. Los días se hacen larguísimos bajo la lluvia de los ataques de ansiedad, que no eran pocos. Me ponía a escribir en las libretas o a leer los libros que me mandaba F – fue la clave y la columna vertebral de apoyo. En esta malandanza de la lotería social de la pandemia, recordar que solo el 5% de España sufrió el contagio del COVID 19, tuve la suerte de toparme con una señora del personal sanitario con la que intercambiaba algunas palabras, me dijo que era de la sierra de Gredos, de nombre Mar, y que por eso, había nacido pequeña por el frío, lo decía con gracejo.

Ella me motivaba cuando le tocaba el turno. Fue mi gran soporte, tanto así que la llamaba la Mama Grande, me dio mucha calma tenerla cerca, me reconciliaba conmigo mismo y con la existencia. Me daba masajes en los pies que estaban muy resecos por la inactividad. Para no bajar la guardia ensayaba mil cosas en la cabeza (Triana, la psicóloga, me dice que estaba en modo supervivencia): me ponía a hacer planes para cuando saliera de la enfermedad, a borronear los cuadernos con dibujos e ideas, hablaba largos monólogos para no venirme abajo – algunas veces, las enfermeras me pillaban en plena cháchara, siga, me decían, yo también hablo sola cuando saco a pasear al perro. A lo largo de mi ingreso recibí muchos mensajes de familiares, amigos y amigas, conocidos y conocidas por el chat, agradezco la preocupación. Los mensajes que releía eran los que sabían estar en estas situaciones, te alimentaban el alma. El manejo del silencio era de lo más valioso, más en esta situación de enfrentarte en solitario a esta enfermedad global que nos tiene atado a una cama sin poder moverte y aislado. Así transcurrían los días, creo que no pegué ojo de la pura tensión, además que se duerme en los hospitales a trompicones, como me dijo una enfermera. Luego de estar días en cama y como parte del tratamiento era poder dar un paso de la cama a una silla que estaba al lado, se me hizo cuesta arriba. Es un ejercicio que en la situación en la que estaba me costaba mucho. Es más, la primera vez, mis piernas no respondieron y me dio un calambre que me sentó abruptamente en la cama. Era duro. Conforme pasaban los días y, con constancia, pude llegar a la silla, pero me hizo sudar lágrimas. La siguiente estación fue ponerme una máscara que impulsaba el aire a los pulmones, gráficamente como los que llevan los pilotos de avión, en verdad, que fue un trago amargo. Lo pasaba muy mal, sentía que no controlaba la respiración y me ahogaba. Mi plan para no caer en el derrotismo era leer las novelas que poblaron la mesa de la habitación. He comprobado que leía mejor las novelas que los ensayos, estos últimos se me hacían difíciles de digerir bajo el COVID 19. Así pude leer la trilogía de William Ospina, escritor colombiano, sobre las quimeras de los aventureros coloniales alrededor de El Dorado. Un ensayo de Adela Cortina sobre la aporofobia, el rechazo al pobre (parece ser que lo llevamos muy dentro los humanos), intenté leer una antología de los ensayos de Montagne y fracasé, trataré de leerlo en este confinamiento, ya en casa, que tiene para largo. Luego de unas dos semanas en solitario me dijeron que estaría en una habitación compartida, Mama Grande me comentaba que los traslados de habitación era un indicador de mejoría. Era un fin de semana, me llevé una sorpresa porque mi compañero de habitación era peruano y de la misma quinta que yo, él me llevaba unos días en esa planta, era también uno de los damnificados de la pandemia. Lo curioso es que el curso de la vida nos había dibujado rutas muy diferentes, pero la epidemia nos unió en el hospital. Marcial era un nostálgico de la comida peruana, casi deliraba y suplicaba por ella.

Aquí en la habitación compartida pude tener cierta movilidad, me dieron una extensión del oxígeno y podía dar pequeños pasos y cortos paseos. En esas caminatas sentía que me ahogaba, pude llegar al baño y allí noté que tenía una barba. Esa imagen de un pata abatido con barba se lo envié a F, me dijo donosamente, tienes barbas de náufrago, de ahí el nombre de la crónica.

Caí en cuenta que no solo tenía las barbas de náufrago sino que también que mi cuerpo había sufrido un serio repaso de la enfermedad. Era mi naufragio particular de esta marejada en la que trataba de salir a flote. No sabía cuánto pesaba, pero sentía que mis músculos y cuerpo flácido no eran los mismos. En una de las visitas médicas matutinas me dijeron que me trasladarían a la “planta de hospitalización convencional”, esta vez no sabía sí lo dicho por Mama Grande se cumpliría, me llenaba de dudas. Cuando me trasladaban me topé con ella en el ascensor, abrió los ojos y me alentó, me saltaron lágrimas de emoción al verla y despedirme con la mano. En la nueva habitación el compañero era un colombiano, otro náufrago de la epidemia. Estuve casi dos días. La médica que pasaba visitas, una de esas mañanas me quitó el aire y respiraba bien, me midió a través de un oxímetro y me dijo que me darían el alta hoy, pero que dependía de una reunión. Mi alegría era contenida, la salida no dependía de mí. Luego me llamó por el intercomunicador, casi al mediodía, de un 14 de abril, me dio unas instrucciones y me confirmó que me daban el alta, que estuviera preparado. Le llamé al móvil a F para decirle que me daban el alta y me comentó que un médico también le había llamado, cogería un taxi y rumbo a casa.

Mientras esperaba los trámites administrativos me di cuenta que, apenas caminaba, me agotaba, respiraba hiperventilando y con muchísimo esfuerzo. Como a las dos de la tarde me entregaron los documentos del alta y tenía que partir para casa caminando. Al abrir la puerta me encontré con el personal sanitario, muy entusiasta, aplaudiéndome y con voces de aliento, mientras yo cargaba dos bolsos con libros. Con mi respiración endeble, pedía a gritos silenciosos dentro de mí que me echaran un cable, caminaba tambaleando. No sé cómo llegué al ascensor, me faltaba el aire, con la mascarilla y los guantes puestos. Era una tarea hercúlea dar un paso, casi una prueba de ordalía, pensé que no llegaba, mis pulmones en su máxima agitación. Así, casi a gatas, salí del hospital. De la puerta del hospital hasta donde estaba la parada de taxis, que es un solo un trecho, me demoré como veinte minutos incluida unas escaleras, y dentro del taxi pedí al conductor, que entendió la situación, una pausa de cinco minutos hasta que respirara mejor.

Fue un test final de resistencia como colofón a mi estancia en el hospital.

https://notasdenavegacion.wordpress.com/