Los tremendos banquetes del poder (VI)

El hombre que inventó  el  País de Pelagatos, don Abelardo Gamarra, recomendaba que para conseguir algo en el Perú había que gastar en  un pródigo banquete. El resto caía  por su propio peso.   Es posible que antes en el Perú el nombramiento de un prefecto se aseguraba mejor con una surtida y roceada comilona. El paladar juzgaba mejor que un simple examen de las cualidades del aspirante o una evaluación de sus méritos  en varios campos.  Poder y comida nunca se hicieron muecas de reproche. Eso quizás sabía  la máxima autoridad de Loreto  que cierta vez en Iquitos celebró  a lo grande su onomástico.

Entonces, corría o volaba el 28 de enero de 1941, cuando en la ciudad de entonces se volvió fama la bien servida celebración de un año más de vida de don Gerardo Meder, prefecto en funciones del litoral Loreto.  El que menos quiso estar en tan magna fecha, pues el agasajado era el máximo representante del poder central y eso seducía a cualquiera. Además, los  negocios salían mejor entre platos que iban y venían. Comer era la antesala de acuerdos, arreglos sobre o debajo de la mesa. El prestigio del prefecto como hombre clave  era todavía poderoso.

El banquete prefectural se realizó en el salón Unión, un lugar decididamente exclusivo, digno de los  sobrios y soberbios  personajes que se sentaron alrededor de las adornadas mesas. La hora del inicio del trabajo de las mandíbulas, de la labor digestiva,  era las 9 de la noche, pero no debió faltar algún invitado impuntual, enemigo de la hora fijada,  que queriendo o sin querer retraso el inicio de tan servida fiesta del paladar. Se ignora el lugar donde se hicieron los preparados pero se sabe que era un sitio  de excelencia gastronómica.

Entre los tantos invitados de honor y de alcurnia el que no podía faltar, ni en broma, era un varón de alto vuelo y mejor paladar. Era el mismo don Claudio Bravo Morán, hombre del Señor, destacado religioso, preclaro monseñor, administrador apostólico de San León del Amazonas. Y, en efecto, la autoridad eclesiástica no envió su relevo ni pidió que le llevaran en viandas los potajes. Acudió en persona a degustar lo servido y, probablemente,  su apetito hizo justicia a su primer apellido. Porque, ya se sabe, el diente de cualquier religioso es letal a la hora de los loros.

En el inventario de platos que entonces se sirvieron no había pequeñeces de cocina  ni preparados de dudosa calidad. El delicioso Old Tom Gin actuó como  aperitivo y abre ganas, para permitir luego el paso por los gaznates de los masticados alimentos. Luego vinieron el consomé royal, la  langosta  con mayonesa, el calamar con arroz,  los pavos asados, la ensalada rusa, el flan de limón, los vinos de otras tierras, el champagne Monopole, el café y el té para las  damas. Es decir,  no hubo ninguna preparado de la variada y deliciosa comida local.

Todo se trajo de otra parte, de la cocinería de la costa o del extranjero.  El poder en estos predios fue siempre así, alineada en asuntos gastronómicos. No consumía el preparado regional. No le interesaba esa comida que asombró al dominico Gaspar de Carvajal. Así gobernaron los destinos de la vasta región, cuya comida podría satisfacer los mejores y más exigentes paladares.