Atípico
Fue en “La vida exagerada de Martín Romaña” que leí aquello que nada mejor que viajar juntos para conocer a las personas. Y no fue una exageración de Alfredo Bryce Echenique, si es que la cita no es un plagio ilustrado de quien estas líneas escriben.
Por razones que no son pertinentes actualmente explicar la fobia a los vuelos se me ha ido de la vida y me he convertido en un viajero aéreo impenitente. Y en este trajín aeropuertario que se ha vuelto mi existencia en los últimos meses he vivido una de las experiencias profesionales más alucinantes, conmovedoras y gratificantes que, seguramente, se irá explicando narrativamente en varias entregas. Y será, digo, porque con ese compañero de viaje tenemos enormes coincidencias a pesar de la distancia cronológica, geográfica, genética que nos hacen personas de diferentes tiempos que se juntan por los tiempos.
Después de dieciséis años decidió volver a Bilbao, ese centro globalizante del país vasco, para buscar los lugares que su infancia recorrió, que su padre combatió y que de alguna forma era el regreso a la semilla. Una forma de no olvidar los orígenes, de regresar a ellos. Y, complementariamente, ser fiel a la memoria del padre. En nombre del padre es que este caballero regresó al lugar donde vagabundeó con la bicicleta. Al puente donde tomado de la mano de la madre sintió, a los nueve años, que estaba escaldado. Antes de cumplir los cinco años se embarcó hacia tierras peruanas y su olfato se ha nutrido de las aguas marítimas pero también ribereñas de eso que en su tierra se llama La ría. Y si la escaldadura tiene olor debe ser muy parecido al de la humedad lluviosa y ribereña bilbaína. Y si el pedaleo tiene aroma debe ser lo más parecido a lo que se percibe rodeado de industrias con harta chimenea del barrio donde nació como hijo único. Y si el mar y los barcos son sensibles al olfato este hombre sabe de esos vientos que golpean babor y estribor.
Por eso, ver enrojecer los ojos ya de por sí colorados de un hombre que uno lo percibe como excluido de las sensaciones lacrimógenas porque –claro- ni siquiera ante el deceso del progenitor se le vio que alguna agüita le bajaba por la mejilla, provoca conmoción. O ver que las pupilas se humedecen al descubrir la firma del Aíta en los registros militares de un militante del Partido Nacionalista Vasco que cobraba quince pesos como remuneración antes de cumplir los 19 años porque su voluntad le llamaba que tiene que dar la batalla provoca cierta alucinación. O ver cómo la única prima hermana que le queda en este mundo reúne a los suyos para saborear el delicioso bacalao junto a un hombre que llegó desde Perú con el propósito de contar una parte de la historia familiar y que se hará universal sólo puede gratificar a quien es un testigo medio intruso del acontecimiento.
Este caballero se llama José María Salcedo La Torre, Chema para mayores señas y atípico por donde se lo mire. Con ese personaje tuve el grande privilegio de compartir un viaje, cruzando dos veces el charco, mandando a la puta al jetlag, despercudiéndome de todo lo sudaca que uno lleva dentro, saboreando los café con leche más aromáticos del mundo y degustando el bacalao más sabroso del universo.