El candidato conocido como “gato negro” fue detenido súbitamente en la convulsa frontera terrestre entre Perú y Chile. Era una madrugada de neblinas densas y el mar andaba más bravo que reunión de suegras. El susodicho estaba en un estado lamentable, pues vestía con prendas andrajosas y mostraba huellas de una mala vida a la intemperie en el rostro y en el cuerpo. No era ya el aspirante impetuoso para ganar la alcaldía del distrito de Mazán, sueño que de repente abandonó unos días antes de las elecciones del asado 2014 y apenas podía pronunciar palabras de disculpa, donde se adivinaba el terror.
El alto comando de la banda de comedores de gato, falange de forajidos que venía asolando la costa peruana, parece que quiso extender sus fechorías a la fronda peruana. Lo cierto es que el jefe de los bandoleros, un atrabilario consumidor de esa carne, pensó que el señor Villacorta era una mina a explotar o una fortuna a depredar y le pidió una cantidad de dinero a cambio del uso del apelativo maullador. El popular “gato negro” imaginó que se trataba de una broma y siguió con su campaña, alabando las virtudes y gracias del animal que inspiraba su candidatura. Pero el atentado dinamitero que estalló en la puerta de su casa no solo le hizo cambiar de opinión, sino que le convirtió en un fugitivo.
En aras de salvarse de la ira homicida de los gateros, el aludido no solo renunció a su apodo de campaña, sino salió de la campaña misma, renunció al ejercicio del poder edil e inició una vida de prófugo que apenas estaba un rato en un lugar. Lo grave del asunto es que los comedores de gato no dejaron de acosarle en ningún momento. No querían nada ya, ni dinero ni que renunciara a su apodo. Lo único que querían era ajusticiarle de la manera más brutal.