La candidata Keiko Fujimori, acompañado de su movedizo esposo, de los parlamentarios de las propias filas, de las brujas de siempre, de su equipo de abogados defensores, presentó una inusual denuncia ante el ya desaparecido Tribunal de la Haya. El motivo no tenía nada que ver con diferendos marítimos, cuestiones fronterizas, kilómetros cuadrados, sino con el uso supuestamente arbitrario de un color. El naranja. El denunciado, el candidato Fernando Meléndez, se negó a asistir a Nauta, lugar donde por entonces sesionaba la corte, usando un lenguaje más oscuro y enrevesado. Pero envió a su representante, Hugo Flores, a defender a tiros el uso de ese color que estaba en el arco iris.
La detención del albo pistolero, debido a un oportuno informe de la cancillería peruana, evitó el baño de sangre. La causa luego siguió su curso normal y los abogados de uno y otro bando expusieron sus razones, sus argumentos, para el uso del color naranja. Apoyándose en viejos tratados, en antiguas teorías de los colores, en conferencias sobre la pintura, en disertaciones sobre esto y aquello, hacían su negocio dentro de los límites de la ciencia derechista, en los canales de la jurisprudencia. Hasta que el congresista Víctor Grandes denunció a los jueces por un eventual favoritismo con la célebre “naranja mecánica”. Ni porque los hayistas demostraron que entre sus filas no había ni un holandés de muestra, pudieron salvarse de la disolución. Esta comenzó después del fallo televisado a nivel mundial.
El nuevo juez de la corte hayista no hablaba ni inglés, ni francés, ni castellano. Leyó el veredicto de los 30 miembros en un lenguaje desaparecido de una remota tribu africana. Todo ello para regodearse en un idioma jurídico que no pudieron entender los abogados defensores de ambas partes en conflicto. El resto fue la aplicación de un viejo recurso fujimontesinista a nivel universal: el golpe.