¿Adiós a la ciudad? 

En la historia bélica hay guerras tan burdas que parecen bromas de mal gusto. Ejemplo, la feroz matanza de avestruces australianas ejecutada bajo el mando de un oficial de alta graduación quien, al final del conflicto, confesó su fracaso. Las aves vencieron en el campo de los hechos, aunque parezca extraviada fábula de las estrategias inútiles. La carrera de las armas, a veces, no tiene nada de heroico. En son de broma, Manuel Scorza decía que a los militares había que alimentarlos en tiempos de paz y defenderlos en tiempos de guerra. Desde luego, era una exageración, pues los enfrentamientos bélicos que hubieron son contados con los dedos de las manos. De tal suerte que los hombres preparados para el arte de la guerra, no ejercen la profesión y suelen meterse a golpistas como quien llena un vacío.

En Iquitos de nuestros amores difíciles y hasta perrunos, los militares sirven para muchas cosas. Para que aparezca un Pantaleón Pantoja y sus obsesiones burdeleras. En tiempos de paz, o sea casi toda la vida, tenemos que padecer que bases, cuarteles, cuadras, pabellones, oficinas, se encuentren en plena ciudad. Lo grave de ello es que desvirtúan el plano normal de la ciudad. La fluidez del tránsito peatonal y vehicular sería otra si los respetables militares se fueran con sus armas a otros predios. A los tantos terrenos que tienen. Pero insisten en quedarse con nosotros.

En una eventual guerra, que Alá o Mandraque o quien quiera que sea no lo permita, seríamos los primeros en caer como simples carnes de cañón, pues casi todos no disparamos ni por la culata. De vez en cuando aparece alguien con el tema de los ámbitos ocupados por los uniformados. No faltan entonces algunos que creen, cándidamente, que ellos se irán con sus armas a otra parte. Pero no ocurre así. Los uniformados como si vivieran en una isla, en otro mundo, sin relación con los demás, no dicen nada.