El último fin del mundo (III)

En la avalancha final de salvación del inminente fin del mundo, estarían hoy en día unas cien mil personas acampadas en la impresionante montaña de Bufarach. Semejante invasión entonces estaría apretujada, estorbándose, detestándose, discutiendo por cualquier cosa, buscando la expulsión de los más odiados, pero esperando el milagro de escapar de la profecía maya, por vía aérea, si es que el acalde de dicho pueblo francés no les hubiera prohibido la entrada. Entre los que nunca buscarían semejante refugio figura un ciudadano oriental de empeñoso espíritu, de decidido perfil emprendedor, que prefiere sacar provecho hasta de la desgracia ajena.

Es posible que al señor citado no le preocupe en realidad la catástrofe última del fin del mundo, ni le altere el apetito o el sueño la amenaza del juicio final. Es hasta posible que en alguna parte de su ser albergue la ilusión de que esa hecatombe nada tiene que ver con él. Él está en otro carril, en otro negocio. En la empresa de vender arcas. Arcas bien hechas y nada frágiles que garanticen la salvación si es que la tragedia mayor sea un diluvio universal como el de antes.

El astillero de las naves salvadoras, la fábrica de las arcas del fin del mundo, es una novedad en el frente del fin del mundo. En esa jugosa, suculenta historia hay constructores de varias cosas. De refugios, de subterráneos, de mansiones, para sacar el cuerpo de la hecatombe. Para salvarse del fin del mundo como si eso fuera una elección personal. Pero nunca se hizo un negocio tan descarado del peliagudo asunto de las profecías, las amenazas. Ello podría revelar, más que otra cosa, la banalización que rige el mundo del presente.

El negocio del oriental debería ir viento en popa, satisfaciendo los gustos más exigentes en el rubro de una larga navegación que podría ser mayor que los cuarenta días y cuarenta noches del episodio antiguo. Esas arcas en oferta deberían seguir el curso normal de un nuevo producto en el mercado. Es decir, seguir un itinerario de bastante publicidad para imponerse en algún momento. Pero sucedió que la cosa se desmandó sorpresivamente.

Nadie sabe con qué pretexto irrefutable o no, bajo qué inspiración terrestre o celestial, debido a que creencia formidable, muchos mortales, más de lo que se cree, consideran que deben ser salvos de cualquier contingencia que anuncie el fin del mundo. Suponen, con absoluta certeza que no se conmueve con dudas o sospechas, que tienen que sobrevivir en la nueva tierra que generalmente aparece luego de la catástrofe. Y, seguros de sí mismos, considerándose elegidos aunque no tengan ninguna señal efectiva de ello, han desatado una demanda excesiva que no puede ser satisfecha por el flamante constructor de arcas. Y es mejor que las cosas se hayan desbarrancado por el lado de la quiebra.

Los que en el presente se consideran dignos de la salvación tienen un concepto muy reducido de la humanidad. La especie comienza y termina con ellos y ellas mismas. De tal manera que los que escaparían de la hecatombe serán también sus familiares. Y los animales no pasarían del rubro de las mimadas mascotas. Así las cosas, la salvación de esos seres sería un regreso a la horda errante y subida a tantas arcas a la deriva vendidas por el oriental de marras.

 

 

1 COMENTARIO

  1. Si, llegó el fin del mundo de la inocencia e ignorancia de aceptar que este planeta es el único habitado del universo al igual que el fin de esos que se hacen cómplices de tal engaño.

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