La protesta de fuego 

En este último mes del año que se marcha, en estos días finales del 2012, agradecemos al lejano cielo, a los dioses de los altos montes, a las divinidades de las turbias aguas, no haber nacido en el Tibet. En esa lejanía, donde reina el austero y vegetariano Lama, donde la paz universal es la divisa máxima y donde se prohíbe comer carne, hasta la fecha, se han quemado 95 personas. Dichos seres ardieron por propia mano y con fósforo propio, no permitieron la bulliciosa intervención de bomberos voluntarios o no. Se quemaron para protestar, para oponerse entre las llamas a la campaña injusta de los chinos abusivos. Uno se imagina, en siniestra imagen pavorosa, en brutal escenario de fuego, en lo que pasaría si los ardorosos loretanos, los quemantes amazónicos, decidieran protestar de esa manera.

La proliferante población montañesa se acabaría en menos de lo que canta un gallo, achicharrada sin más trámites, convertida en cenizas sin más circunloquios. Porque actualmente existen incontables razones para decir basta, para gritar rotundas negativas, para aullar contra tantas deficiencias. Contra los desmanes del famoso y torturante alcantarillado, por ejemplo. ¿Cuántos de nosotros ya estaríamos en la otra fiesta si hubiéramos imitado el piromanismo tibetano? ¿Quién hubiera dejado de inmolarse entre las llamas ante los forados, los baches, las pequeñas crecientes, los abusos de los orientales?

La incendiaria protesta seguiría de largo ante la pobreza de las candidaturas y sus obsesivas imitaciones de animales. Los mitines, donde reina la pura palabrería, sería una colosal antorcha colectiva ante tanto suicida en desacuerdo. Podríamos citar tantos otros hechos dignos de un bonzo del bosque y de las aguas. Pero de nada serviría. Por fortuna nadie se quema a la parrilla contra tantos desmanes. Porque si imitaríamos a los tibetanos hace tiempo no existiría ni un alma en el vasto territorio selvático.