ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel

*Un documento histórico donde se nota colonialismo, clericalismo, migración, peruanidad, abandono, nostalgia y, sobretodo, actualidad a pesar que fue escrito en 1935 por un sacerdote geógrafo que sí navegaba por los ríos amazónicos.

Luego de conocer los hechos que ocurrieron en los ríos Tigre, Chambira y Putumayo, y ver las actividades en Iquitos y Santa Rosa, uno queda sorprendido por el tiempo que pasa y los discursos se mantienen. Escuchar a actores públicos, privados y, para variar, religiosos lleva a la conclusión que cualquier tiempo pasado fue igual.


Ente junio y julio de 1935, el prefecto de Loreto, Óscar Mavila, encomendó al Vicariato Apostólico de San José del Amazonas una misión por el río Putumayo. Monseñor Rosino Ramos encargó la misión a uno de los padres agustinos que más aventuras ribereñas ha tenido en esa época. Luego del viaje, el fraile escribió, como era su costumbre, un detallado informe en donde consigna detalles irrelevantes. Como aquella donde un poblador brasileño de la “Boca del Jacaré” le regala una gallina por haberlo bautizado. “Pequeño detalle que anoto, porque a pesar de haber hecho todos los bautismos gratuitos durante la travesía, no recibí la menor prueba de gratitud”.

En ese periplo fluvial, el sacerdote constató el abandono y miseria de la zona peruana. “Es un tambo tan pequeño y miserable que ni el nombre que lleva merece”, refiriéndose al lugar donde vivía una familia cocama que trabajaban la leña y que se mostraron indiferentes a los sacramentos que el cura ofrecía. “Han hecho la jaula y ahora no encuentran el pájaro”, afirma al ver el hecho que se construyó una escuela con casa para la maestra, pero estaban suplicando que el prefecto envíe una docente.

Antes que esa zona pasara nuevamente a dominios del Vicariato Apostólico de San José del Amazonas, la Santa Sede, en 1912, creó la Prefectura Apostólica de El Putumayo dirigida por los Padres Franciscanos ingleses que, nueve años después, encargaron en 1921 al de San José del Amazonas. En 1923, Monseñor Sotero Redondo hizo un viaje por El Putumayo, entrando por el Ygaraparaná hasta La Chorrera y por el Caraparaná hasta El Encanto. Esa misión fue después que se firmó el Tratado Salomón Lozano y territorios que antes eran de Perú pasaron a Colombia. Los detalles de ese viaje seguro estarán en algún informe vicarial. Desde ese año no volvió ninguna misión hasta 1935.

El sacerdote agustino comprobó la huida de los peruanos hacia territorio colombiano y brasileño, y recibió el testimonio del “Sr. Loayza”, quien le narró que antes del tratado había unos “7.000 indios” que luego se redujeron a “1.500”. Claro que esos patrones dijeron que la población fue diezmada por “paludismo, beri-beri, sarampión, viruela”, aunque los colombianos decían que los que antes se encontraban como esclavos de los peruanos a la primera oportunidad huían a Colombia por el mejor trato que les daban. Pero más allá de la permanencia en un territorio u otro, el sacerdote es categórico al definir a esos pobladores: “No saben castellano y siguen con todas las salvajes costumbres que heredaron de sus antepasados”.

Ya por esos años la diferencia entre el territorio peruano, brasileño y colombiano era notoria. Mientras que en Perú “viven allí cuatro G.C. que parecen representar la comedia de defender El Putumayo con una canoa y cuatro fusiles”. Al pasar la boca del Yuricaya, que les conduce a Caucayá en Colombia “quedo totalmente pasmado ante la vista de Ford 34, un automóvil de lujo paseándose por las riberas de El Putumayo, sigo adelante y veo varios camiones nuevecitos, son todos del Ejército”.

Así podríamos abundar en detalles. Pero las conclusiones de ese viaje en muchos casos cobran actualidad. Se debió determinar a Pucaurco como centro de colonización. Primero determinar un lugar estable de vivienda, “por lo menos con 15 familias cocamas que hablen únicamente el castellano”. Luego, “darles 15 soles mensuales durante un año, procurar llevar un carpintero, levantar un nuevo cuartel para la Guardia Civil, poner una Aduana, nombrar un teniente alcalde, llevar gran cantidad de ganado, chanchos y gallinas, construir una capilla, construir casa para el maestro y sacerdote misionero y que ambos tengan vacaciones y viaje gratis en el hidroavión, poner servicio aéreo”. Si no se hacía eso en 1935 no se podría pedir que esos pobladores se queden en territorio peruano y el informe firmado por Avencio Villarejo, concluye: “Si se quiere la colonización es preciso que la Patria haga un supremo esfuerzo. El que algo quiere, algo le cuesta”.

Sería bueno que releamos con la misma pasión que fue escrita esa “Relación del viaje por el río Putumayo” del padre agustino Avencio Villarejo y presentada por el Ministerio de Relaciones Exteriores hace algunos años. Nos serviría para comprobar que 90 años después el alcalde de la provincia de El Putumayo, César Campos, el poblador de Nueva Unión en el distrito de Urarinas, los comuneros de Libertad en el río Tigre, los congresistas y representantes del gobierno central con los dirigentes locales de Santa Rosa, unidos a algunos sacerdotes que analizan la situación desde su púlpito, somos parte de una misma tragedia.

“Esto es lo que juzgo de más utilidad práctica para la más fácil colonización de El Putumayo. Y este es el orden a seguir. Querer empezar por la colonización directa de los indios, a mi parecer, sería inútil. Perú perdería dinero y nuestra Vicaría, la salud y el tiempo de los religiosos; salud y tiempo tan necesarios para beneficiar por otras vías a nuestra amada región de Loreto”, R.P. Avencio Villarejo, agustino.

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