Paolo de Lima, destaca obra poética de Jorge Nájar

*En la presentación limeña de “El sabor amazónico – estrategias y” crítico literario tuvo frases de exaltación hacia el poeta nacido en Pucallpa y el escritor contemporáneo más traducido y editado mundialmente. Aquí un fragmento.

Jorge Nájar no es simplemente una de las voces más significativas de la literatura peruana contemporánea; es, sobre todo, una figura que encarna los desbordes, tensiones y desplazamientos que atraviesan esa tradición. Su trayectoria inicial —desde las páginas de la revista Haraui, dirigida por Francisco Carrillo, hasta publicaciones de circulación limitada pero de alto impacto como la revista mimeografiada del grupo Hora Zero, pasando por colaboraciones en El Dominical de El Comerciono responde a una línea ascendente de legitimación, sino a una lógica de itinerancia, de vaivén entre centros simbólicos y márgenes creativos. La célebre antología Estos 13, compilada por el crítico literario José Miguel Oviedo en 1973, ciertamente consolidó su nombre entre los poetas de la época, pero también lo fijó dentro de una lectura generacional que podría resultar reductiva si no se considera el carácter rizomático, fronterizo y a menudo escurridizo de su escritura.

Un dato aparentemente menor, pero revelador, es la inestabilidad en torno al año de nacimiento de Jorge Nájar: la revista fundacional de Hora Zero anota 1944; la antología de Oviedo, 1945; y los propios libros del autor, 1946. Este desfase, más que una anécdota de archivo, puede leerse como una alegoría del modo en que Nájar habita el tiempo: no como línea cronológica sino como pliegue, intervalo, entrecruce. La discrepancia no solo revela las condiciones fragmentarias de registro de una biografía periférica —una infancia selvática, una vida marcada por desplazamientos internos y migración externa—, sino que interroga la propia función del dato biográfico en la constitución de un autor. ¿Qué significa, en efecto, “nacer” en un espacio como Pucallpa, durante los años de la posguerra mundial, en una república peruana que aún arrastraba imaginarios civilizatorios estructuralmente racistas y jerarquizantes? ¿Qué genealogía se activa —o se desestabiliza— cuando una figura como Nájar se sitúa entre el dato y el mito, entre el archivo y la invención? En ese hiato, más que entre “registro” y “gesto”, emerge una forma de narrar que subvierte las exigencias de transparencia documental, para proponer una subjetividad poética capaz de moverse entre coordenadas opacas, móviles, anómalas. Allí donde el canon exige filiación clara y fecha precisa, Nájar responde con desplazamiento y ambigüedad: estrategias que, lejos de debilitar su figura, intensifican su potencia crítica y su singularidad creativa.

El primer poemario de Jorge Nájar que vio la luz fue Malas maneras en 1973, pero ya en 1970 como parte del movimiento Hora Zero había anunciado dos títulos inéditos: El organillero del manubrio y Los días de la resistencia. Este último, cuyo poema homónimo fue publicado en la revista del grupo —dedicada a figuras como Carlos Marx, Ernesto Che Guevara, Jean Paul Sartre, Ezra Pound y César Vallejo—, encarna con nitidez el espíritu combativo y esperanzado de una generación marcada por la insurgencia ideológica y la utopía revolucionaria. En sus versos se revela una conciencia que asume con lucidez las carencias y contradicciones de la lucha, pero que no por ello renuncia a la esperanza: la resistencia no es solo un acto de confrontación, sino también una forma de imaginar un mundo distinto. La imagen de una luna verde, improbable y desbordante, funde la idealización romántica —el tópico de lo inalcanzable— con el sueño insurgente de la guerrilla verde olivo, como la que encarnaron Javier Heraud, Edgardo Tello y el propio Che Guevara.

Esta tensión entre lo que se publica y lo que se anuncia, entre lo que entra al circuito editorial y lo que queda como promesa, sugiere una trayectoria no lineal sino discontinua, quebrada, marcada por lo que podríamos llamar un archivo disperso. Desde entonces, su obra ha trazado una ruta intensa y bifrontal: con un pie en el Perú, otro en Europa, y un oído siempre atento al murmullo de los bordes. Más que proyectar una “mirada crítica, lírica y política” —como suele afirmarse con facilidad—, su escritura deshace esas categorías al practicarlas simultáneamente. En ella, lo lírico no es escape sino vehículo de sospecha; lo político no es consigna sino ritmo; y lo crítico no se impone desde un afuera sino que brota de la propia fragilidad del lenguaje.

Presentarlo hoy no debería limitarse a un “acto de reconocimiento” —fórmula que muchas veces reproduce la lógica extractiva del centro validando lo periférico—, sino que debería implicar una relectura situada, capaz de interrogar también nuestra manera de mirar. ¿Qué miramos cuando miramos a Nájar? ¿Lo situamos en un canon nacional que le queda estrecho? ¿O nos atrevemos a pensar desde su condición translocal, desde su pertenencia múltiple, para desmontar la idea misma de pertenencia como algo estable? Más que una “voz singular y constante”, lo que encontramos es una poética de la deriva, una fidelidad a la errancia. Su constancia, si se puede hablar así, es su inconstancia, su capacidad de no fijarse en ninguna casilla estable: ni cronológica, ni nacional, ni estética.

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