ESCRIBE: Félix Yamil (*)
Diamante azul
Hola, amiguitas y amiguitos, me llamo Rosita. Vine hasta aquí porque quiero decirles algo, sé que les gustará, se lo prometo. Acérquense, siéntense, acomódense como quieran. No me miren así, no soy mala, escúchenme, aunque sea un poquito, por favor.
Mi mamá repite mil veces:
—Inteligente no es el que habla mucho; inteligente es el que sabe escuchar.
Yo la escucho. Me gusta escucharla. Aprendo muchas cosas. Así como me gusta escuchar, también me gusta que me escuchen.
—Hablas hasta por los codos —me dicen siempre.
Es que, amiguitas y amiguitos, me gusta conversar y contar historias, como a mi abuelita y a mis tíos, pero me dicen cada cosa triste. Es que nadie nos entiende, nadie nos escucha, ni nos quieren ver, y si nos miran, nos critican.
Mi día es hermoso. Hace un sol que da vida. Hay un río que nos refresca, y la comida está a la orden del día. La naturaleza es buena con nosotros y con todos, con ustedes también. Pero no la valoran. Muchos son malos, solo vienen a cazar, a quemar y a talar, no respetan nada. Es muy triste ver lo que hacen. Siempre quise acercarme a ustedes, pero tenía miedo. Miedo de que me lastimen. Es que se dice cada cosa, se habla de nosotros como si fuéramos de otro mundo, pero vivimos cerca de ustedes, pertenecemos a esta tierra, nos da la misma luz y compartimos el agua.
Tengo ocho añitos, duermo cuando se va el sol y me levanto a las cinco de la mañana a ayudar a mi mamita y a mi papito. Siempre les he visto, de lejitos nomás. Pasan por el otro lado de nuestra comunidad, son muy serios, dan miedo, venden miedo. Por eso no quise acercarme, pero ahora que las cosas han cambiado y la mentalidad mira todo diferente y aceptan la realidad que viene de lejos, decidí venir. Me disculpo por todo lo que escucharon de nosotros. Los pequeños debemos aprender a disculparnos y a perdonar, para que de grande seamos gente de bien.
Estoy segura que nos vieron pero no mucho, sabemos escondernos en el monte. Todos se esconden como los camaleones. Mi mamá me enseñó:
—Rosita detrás de los árboles o entre las hojas altas.
Y funciona. Pero no sé por qué debemos hacerlo. ¿Tanto nos odian? No debería existir odio en el mundo. Y ¿quién entiende al mundo? Nadie. Nadie entiende los sentimientos de los demás.
—Es un juego —me dijo mi papá.
No le creo. Si nadie hace nada malo, no debería esconderse. ¿No es así, amiguitos? Yo quiero a mi papito y a mi mamita, y les escucho, y les respeto. Los pequeños debemos mostrar eso: respeto, amor y obediencia. Eso crea mejores seres. Pero así de lejos, no podemos mostrar lo que somos. Veo la molestia que tienen con el mundo, con la naturaleza y con los animales.
Allá, como en todas partes, el día empieza a moverse con la luz del día. Nos levantamos, vamos a la quebrada, nos aseamos, acarreamos agua, cultivamos la chacra, casamos ratones, agradecemos la comida y compartimos lo poco que tenemos, somos muy humildes. ¿Ustedes han probado ratón del monte? Asado a leña es más rico. A veces comemos majás, pero no lo cazamos. Recogemos lo que los cazadores abandonan. Y duele ver que lo hacen. Lloro. Lloro mucho. El majás también es amigo, es bueno, es hablador. Los criamos como mascotas, y si llegan a viejitos, los sacrificamos, pero con su permiso. No los comemos sin su permiso. Ellos saben que deben irse y se despiden. Nos regalan su carne y dura bastante tiempo. Es lindo confiar en ellos. Correteamos en el barro, juntamos aguajes, humarís y taperibas. ¡Qué bonito es aprender sus costumbres! Nuestra amistad puede ser así y no les haríamos daño. No, a la gente no se le hace daño. A la gente se le quiere, se le ama, se le respeta. Daño, no. Nunca.
Les cuento que sé leer. Tuvimos un loro que sabía mucho, pero se lo llevaron. Yo vi lo que le hicieron. Con él no me cansaba de hablar. Hasta él me decía que no venga. Pero yo necesitaba que nos conozcan, que vivamos juntos. Podemos cambiar el mundo, podemos compartir conocimientos. Si supieran lo que yo sé, lo que mi comunidad sabe, las enfermedades que podemos sanar, las plantas y animales que pueden ayudar. Ellos también quieren ser escuchados. Ellos, también, son buenos amigos. Nos contamos todo, nos reímos juntos, jugamos en la quebrada, subimos a los árboles, nos colgamos de las ramas, cantamos, bailamos, y a veces hacemos bromas, cositas de las que no me siento feliz, son bromas sanas. No es como ustedes dicen por ahí.
Vivimos al fondo. Allá mis padres construyeron su casita, en un lugar bien escondido para que no nos vean. Somos muchas familias. Y vivimos en armonía, como quisiéramos vivir con ustedes. ¡Qué paz! ¡Qué alegría! ¡Qué bonita sería la vida! ¡Qué bonita sería nuestra amistad! La amistad sería honesta, lo juro, lo juro por nuestro Dios.
Mi papá quiso ser amigo de muchos, trajo visitantes a la casa. (Él desconfía, no sabe que vine. Dice que la gente no cambiará nunca). Gente que nos miraba feo, que sudaba, que escupía, que gritaba, que decía palabritas que no deben decir las niñas y los niños. Esas palabritas son de los grandes, no se deben aprender. Yo siempre las escucho, pero como buena pequeña que soy, me tapo las orejas y cuenta hasta cinco. Sí, también sé contar. Mamá me enseñó. Ella es inteligente. Vino a la escuela de Diamante Azul pero no la terminó. Muchos se burlaban de ella. De eso hace muchos pero muchos años. «¡Ay!», mi pobre madrecita se lamenta. «Hijita, ni nos quieren escuchar, ni nos quieren ver. ¡Así son todos!». Yo la escucho, y entiendo que no todos son malos, solo son diferentes.
Nuestra casita queda a dos horas caminando por la trocha, al otro lado de la quebrada. Si quieren les llevo, tengo fe en ustedes. Siempre quise venir, pero mis padres no me dejaban, me reñían, después se disculpan, me explicaban que no somos iguales, que no sabrán entendernos, que viven de otra forma, que tienen otras costumbres, que se ríen de todo, que no respetan, que no nos quieren. Yo lloro.
—Rosita, no llores —dice mi mamá—. Algún día todo cambiará.
Yo lloro y no espero que cambie el mundo, debemos cambiar nosotros. Por eso decidí conocer la verdad, vine a mostrarme, a decirles lo que pienso.
Me llamo Rosita, tengo ocho añitos, hablo como grande y respeto a todos por igual. Diamante azul es un pueblo de gente hermosa, de gente que quiere brillar como las estrellas. Todos son diamantes azules, piedras preciosas que tiene el color del cielo que está sobre nosotros, de la luz que compartimos, que nos ilumina a todos.
Sé que mi presencia asusta. Mis orejas son grandes, a mi piel falta que le de el sol, no tengo los pies iguales, y no usamos zapatos. No me miren así. No juzguen. Las historias que cuentan son inventos. No hacemos perder a las personas, las ayudamos, les mostramos el camino, pero no entienden nuestras señales. No, no protesten. Me pongo triste. Ustedes pueden entender, sé que son como los diamantes azules, son niños llenos de esperanza, niños que tienen la bondad en el corazón. Somos diferentes, pero en el fondo somos iguales. Sentimos, sufrimos, tenemos compasión por el mundo, por el pueblo, por el río Nanay. Les enseñaremos a pescar sin maldad, sin envenenar a los peces. Tenemos trucos. Mis papás son buenos.
Chulla ¿qué? ¿Chuya? No. No me digan chulla, no soy eso. Me llamo Rosita. Les prometo, seremos buenos amigos. No somos malos. Tranquilos… Tranquilos, no les haré daño. Las apariencias engañan, no juzguen lo que ven, primero hay que conocer para juzgar. Gracias por comprenderme y no salir corriendo. Gracias por escucharme, lo necesitaba. Ya verán, seremos un ejemplo de comprensión para el mundo.
(*) Patrick Pareja