Por José Manuyama Ahuite
Si el “fin de la historia” era todo este caos distópico de hospitales colapsados y desvanecimientos en las calles y domicilios de las principales ciudades que estamos viendo hoy, entonces, no hay mejor oportunidad para clausurarlo y reiniciarlo de nuevo por completo.
El gran “desarrollo” sustentado sobre el arrasamiento de bosques, de diversidad biológica, de océanos y de pueblos originarios, ya vemos que no era bueno ni para los millones de víctimas de siempre ni para la propia gente de origen eurocéntrico. El COVID-19 devela hoy una verdad que estuvo invisible, pues no importa de qué continente provengas, que los “condenados de la tierra” ya no recae solo sobre los pueblos indígenas y africanos, sino sin excepción en todos los seres que habitamos este planeta.
El coronavirus no es la única pandemia existente. Es la última que se agrega a una larga lista. Nuestra realidad se erige sobre diferentes pandemias que azotan nuestras vidas: la de la extracción aurífera, la del negocio de la droga, la de la contaminante industria petrolera, la de la tala y quema. No hablemos de la corrupción y la del dengue y la malaria, entre otras.
El azote del coronavirus no surgió de la nada ni es el aguafiestas que irrumpió para malograr nuestra sana y madura sociedad. Al contrario, solo evidencia el colapso sistémico de un modo de vida economicista, tóxico y depredador que a la larga no beneficia a nadie.
Devuelto a la fuerza a una suerte de conciencia primigenia, no podemos seguir reproduciendo el estado de crisis imperante. Quedarnos solo en la idea de acabar con el coronavirus, (se entiende cuando llegue ese momento esperado), sería como alegrarnos por meter un gol en un partido que culmina por goleada en contra nuestra. Debemos hacernos cargo de todos los males existentes a la vez de construir, no esa sociedad que queremos, sino esa que merecemos como personas dignas. Entonces, corresponde componer esa partitura de la nueva melodía “transcivilizadora” de la cual surja un mundo nuevo. Ya no tenemos que imitar a esas grandes e insostenibles urbes, ni requerimos la aprobación de nadie en especial. Se trata de un nosotros mismos en las diferentes partes del planeta. Y, en el Perú, vaya qué propio universo puede surgir de nuestra increíble diversidad cultural y geográfica trabajada al máximo.
Los gobiernos no pueden estar en manos de petroleras o mineras, ni de empresas que amenazan con convertir los ricos bosques en desiertos, ni de simples negociantes que están por encima del interés común.
No todo será desgracia si, de esta extraña circunstancia viral, encontramos la inflexión que nos devuelva la humanidad sustraída.
En este sentido la verdadera batalla no se reduce solo a ganar al coronavirus, sin negar que es la gran lucha del presente que debe ser superada. Es ir contra esa idea que produce todas las pandemias juntas: el pensamiento patriarcal, racista – occidentalizado, economicista – depredador sembrado en nuestras mentes. No nos quedemos cortos, ni desvaloremos todo el esfuerzo desplegado ni las vidas perdidas.
En estas circunstancias, las lecciones fundamentales, no solo para los chicos y chicas en edad escolar, sino para todos sin excepción, están en que empecemos de nuevo a ser simples seres vivos y luego seres humanos. Estar en casa, a lo que nos toca estar en cuarentena, nos devuelve a realidades tan básicas como aprender a estimarnos y tolerarnos entre sí. Nos devuelve al hecho de reconocer que la vida no se puede comprar y que la salud es el referente más importante que tenemos. Que las costumbres no son eternas y no pueden provocarnos enfermedades. Que la vida no depende del bolsillo sino de la inteligencia más fina para saber identificar lo que realmente vale la pena considerar. Que la alegría no cuesta. Que nuestras culturas originarias son las grandes bendiciones que debemos revalorar.
Es el mejor tiempo para descubrir el “monte originario” que llevamos dentro y encontrar allí la necesaria cordura y lucidez que rija la convivencia humana. Felizmente, en la selva ya vivimos rodeados de lo que queda del monte. Solo nos falta retomar el hilo de nuestra historia en comunión con las visiones de nuestros pueblos ancestrales y lo más valioso del presente, e inaugurar esa gran era de paz que tanto anhelamos.