Estimado lector de la columna “Palo de Vidente”, está vez no les comparto un artículo de opinión ya sea de actualidad o de nuestra historia; si no, un “ensayo literario”. Que espero sea de su agrado, ahí les va :

Un amigo muy cercano de mi promoción 78’ del colegio San Agustin a quien no identificaré, pero para fines narrativos lo llamaremos Eduardo, era catalogado desde la época de colegio como la oveja negra de su familia, y para colmo no había encontrado su vocación correcta en su etapa de estudiante universitario, y cambió hasta tres veces de facultad en la Universidad de Lima; su padre cansado de esta situación, lo mandó a estudiar Economía y finanzas en la ciudad de Boston en Estados Unidos con la firme intención de que pudiera salvar a la patria de la «Super-Hiperinflación» que se vivía por ese entonces durante el primer gobierno de Alan García (1985-1990) y que se registró en Perú en 1990, con un alza de los precios de más de 50% durante, al menos 30 días seguidos, donde la inflación acumulada llegó a 2,178.49%; cifra que parece increíble comparada con el 2.48 % de inflación que se registró en el 2018 o con el 3.85% que estima el BCR al cierre de este año. En corto, ese regalo del primer gobierno del finado Alan García Pérez es considerada la peor inflación en la historia de un país latinoamericano, después de la que se vive actualmente en Venezuela claro está.

Eduardo, era trigueño y más Loretano que el tacacho, un tipo de buena estatura para el promedio nacional, medía un poco más de un metro con ochenta; era atractivo para sus sucesivas novias, seleccionadas casi siempre entre las compañeras más simpáticas del Colegio Sagrado Corazón y Nuestra Señora de Fátima; aunque le conocí un par de la Rosa Agustina también, y algunas otras en Lima. Eduardo era feliz así y nada lo había preparado en la vida, para lo que le sucediera apenas unas semanas después de instalado en la «Escuela de Negocios de Harvard»: Pues en cuanto ocupó su asiento en la primera clase del curso, se percató que en la banca del lado derecho le sonreía una valkiria rubia y fascinante. Se llamaba Olga, y era nativa de Bielorrusia, que es un lugar que a la mayor parte de los latinoamericanos nos evoca, si acaso, nieve, osos polares y gorros de piel; en esta república de Europa del este, se dice que la belleza de las mujeres es el más preciado tesoro del país, capaz de competir en calidad y demanda con el vodka.

Olga tenía trenzas de color oro, unos ojos azules muy convincentes y una piel sonrosada y tersa. Durante la clase era inevitable observar cada movimiento de su compañera. Cuando la clase terminó y se puso de pie era el ser humano más alto del salón (y eso que en la primera fila había un nigeriano que despuntaba en el equipo de basket), y por esas cosas del destino que solo podría explicar la 4ta ley universal, llamada «la polaridad»; que afirma que los polos opuestos se atraen. A la rubia le pareció súper atractivo el trigueño y un poco azorado compañero loretano. Pronto estaban hablando en un inglés confuso, tachonado de palabras bielorrusas y peruanas (más bien diría «Charapas»). Olga sugirió tomar contacto con la cerveza local y el resultado fue que antes de que el sol se pusiera, Eduardo y ella estaban conociéndose mejor en un hotel cercano. En realidad “Olga” siempre tomaba la iniciativa y su curtida experiencia encendió el fuego de la pasión en mi amigo, es así como la torpeza e inexperiencia de Eduardo en la intimidad fue poco a poco desapareciendo en cada episodio cuando disfrutaba de los encantos de la “eslava”, y de su increíble poder de seducción.

Mi amigo, quien en el Perú, se consideraba a sí mismo un experimentado dragón del sexo casual, tuvo sin embargo un sobresalto cósmico cuando Olga se quitó el abrigo (y más tarde, los jeans) y de allí saltaron aquel par de piernas hermosas e interminables, blancas como colmillos de elefante, y sólidas como cimientos de edificio. «Olga era una mujer alta, guapa de piernas larguísimas, y parecía una modelo profesional», nos refirió por correo el afectado algunas semanas después. «Para Eduardo era inevitable no sentirse intimidado ante la presencia de Olga, su belleza paralizaba su cuerpo, sus ojos azules generaban los suspiros de pensamientos más libidinosos de mi amigo». No se trataba simplemente de la cautivante belleza de “Olga”, había además algo diferente en aquella relación; también la sensación de experimentar algo prohibido. Eso hacía a que la tentación fuera extraordinariamente mayor dada la enorme atracción física que la rubia inspiraba en mi viejo amigo. Todo eso coadyuvaba a que cada encuentro se convirtiera en una nueva oportunidad de lograr la satisfacción plena y total.

Hacia finales del año, eran inseparables. Viajaron a un lago a bucear, escalaron las Montañas Rocallosas y alcanzaron incluso Nueva York para asistir a cinco musicales en Broadway. Al Eduardo que conocíamos, jamás se le habría pasado por la cabeza ninguno de esos planes (a lo mucho, hubiera aprovechado el paseo a NY para colarse al estadio de los Yankees y gritarle algo feo a A-Rod); tal vez como preludio de ello, el beisbolista “Alex Rodríguez” terminó casándose con “Jennifer Lopez”. Pero a ver quién es el valiente que le dice a Olga que No, cuando gira en la cama y te rodea el cuello con esas piernas», explicaba Eduardo con una mezcla de éxtasis y pavor. Para la Navidad, la chica nacida en Minsk, decidió que era un buen momento para ser presentada a la familia de su enamorado quienes llevaban buen tiempo radicando en Lima. A Eduardo le extrañó tanta generosidad, pero Olga se confesó: que en su país se observaba aún el calendario juliano, así que, para ella, la verdadera Navidad iría cayendo como por el 13 de enero. Y para entonces, ambos estarían de vuelta en la universidad y podrían cocinar una buena cena para los dos solos.

Y llegó el día, la chica nos fue presentada en sociedad en una fiesta multitudinaria que los padres de Eduardo (Odilo y Doña Ashuca), ofrecieron a familia y amigos. Con el calor que hace en esa época en Lima a la valkiria, le pareció muy propicio lucir una minifalda que habría resultado pequeña incluso para la más liberal de las mortales. Se abrió la puerta y fue como si un huracán tocara tierra. Se apareció de pronto, en mitad de la sala, que estaba llena de gente con vasitos de Pisco Sour y platitos de torta de 3 leches en las manos. Todos los presentes, tíos ancianos, primas adolescentes y amigotes de los anfitriones, pronunciamos en conjunto «Ohhhhhhhh»; y luego guardamos silencio. Olga era más alta que el árbol de Navidad. Sus piernas parecían una declaración del universo de que en otro mundo, uno con más y mejor sexo, era posible.

En ese momento, Olga se supo unánimemente deseada y se atrevió a hacer lo que nadie había intentado en una casa de una familia loretana tradicional: se dejó caer en un sofá y cruzó las piernas con una maniobra digna de las grúas que descargan a un trasatlántico que entra a puerto…¿Recuerdan el mortal cruzado de piernas de Sharon Stone en Bajos instintos? Para mis lectores más jóvenes que no vieron la película (1992), les diré que es una de las escenas más famosas de la historia del cine, debido a que la referida bella actriz llevaba un vestido blanco muy corto y cruza sensualmente la pierna frente a los atónitos policías, mostrándoles que, atrevidamente no llevaba ropa interior; al final los detectives se convierten en víctimas de la rubia, y tienen que luchar para no perder el control de la situación. Bueno, esa fue apenas una suerte de ensayo en miniatura de lo que sucedió. Hombres y mujeres permanecimos extasiados ante el espectáculo, como esa gente a la que el abismo atrae a su fondo. Los blancos puentes de sus piernas parecían llamarnos a todos a visitarla.

Tuve que huir a la cocina. Me serví cien mililitros de whisky sobre seis hielos en el interior de un vaso para jugo. Todo tenía que ser colosal en una fiesta organizada a los pies de Olga. Junto a mí, de pronto apareció Eduardo. Lo noté demacrado, mucho más delgado que cuando viajó a Estados Unidos. Me pidió un cigarro y lo encendió con el mismo deleite que manifestaría un condenado a muerte. Y luego de una pausa mientras veía como el humo se disipaba en el ambiente dijo: «Me está comiendo vivo, flaco! Un tipo normal no debería ser el dueño de esas piernas. Son, si me lo permites describírtela, demasiadas piernas. Tanto así que; si la sociedad lo aceptara, formaría una comisión de relevos que me apoyara». Por supuesto una gota de sudor recorrió mi cara y bebí el último y más largo sorbo del whisky que quedaba. Luego de esa noche, varios de los amigos de Eduardo manifestamos una inapetencia sexual casi absoluta ante nuestras respectivas enamoradas o novias, y al menos una de sus primas adolescentes fue suspendida en su colegio de monjas “Ursulinas” por haber sido vista besándose con la capitana del equipo de baloncesto. En realidad Eduardo a pesar de la pasión que le embargaba, intuía que aquella ardiente relación tendría sus días contados y no tenía ninguna posibilidad de reaparecer en el futuro; aquella era solo una incontenible atracción física y presentía acertadamente, que era correspondido de igual manera.

De Olga y sus piernas como árboles milenarios se habló durante mucho tiempo. Tanto, que cuando llegó la noticia de que Eduardo la había dejado y se mudaba de universidad, muchos fuimos incapaces de creerlo. Unos días después de enterarme de ello, me topé a su padre en el cine. Nos saludamos afectuosamente y pronto incurrimos en el tema. El viejo «Don Odilo», estaba contento con la ruptura. De hecho, me dijo, Eduardo estaba saliendo ya con otra chica, una muchacha oriental de un metro cuarenta y piececitos diminutos de muñeca. Forcejeó con su teléfono celular hasta que pudo mostrarme emocionado una foto de los dos, abrazados y sonrientes. «Yo se lo dije a mi muchacho: siempre serás un héroe porque cazaste al gran tiburón blanco, pero no puedes llevarlo a tu casa y echarlo en la fuente. Esos son monstruos para otro mundo, para otros hombres». Ambos guardamos un silencio respetuoso. Y un segundo después, se nos fue la mirada detrás de las largas piernas de una chica que, contoneándose, se perdió por el fondo del pasillo del cine, pero me quedé pensando…¿Por qué nos atraen tanto las piernas largas? ¿Por qué queremos recorrerlas enteras y hundirnos en lo que parece ser una carretera interminable al abismo?…no todos estamos preparados para recibir esta clase de regalos de la naturaleza, ya qué hay mujeres que resultan muy intimidatorias para muchos varones; y por eso Eduardo intuyó oportunamente que su verdadera felicidad apuntaba algunos centímetros más bajos.