Percy Vílchez Vela
El primer decreto del actual mandatario del Perú fue lanzado entre bombos y platillos, encendidos discursos, brindis general y bailongo hasta las últimas consecuencias. El decreto decía a la letra que debido a la abundancia de comida chatarra, al exceso de alimentos grasos, al éxito de asadas carnes, al vértigo de las parrilladas semanales, a la desmesurada preferencia por la carne del cerdo y otros temibles animales de buena uña y mejor pezuña, los obesos tenían que pagar un impuesto. Solo así, con dinero de por medio, los conocidos glotones, los abusivos de la gastronomía, los que comían varias veces al día, iban a evitar que el país se convirtiera en un lugar de gordos.
El monto del impuesto a la gordura eran varias unidades impositivas tributarias, de acuerdo a la cantidad de alimentos ingeridos, a la grasa corporal, a la panza visible. No estaban exonerados del pago los que sufrían padecimientos vinculados a la obesidad, de tal suerte que más de medio país estaba a punto de pagar de su dinero un impuesto que era considerado injusto. Los defensores de la gordura, aquellos que decían que querían ser obesos, que detestaban a los flacos de cuerpo y de alma, armaron un colectivo capaz de suprimir ese impuesto. El memorial de los gordos arribo hasta el Vaticano, donde el papa Francisco se va a encargar de decidir sobre el destino de ese impuesto.
Mientras llega el veredicto papal, el presidente peruano hace una seria campaña contra la gordura y nadie ni desayuna ni almuerza ni cena en palacio de gobierno, no hay atracones de comida cuando vienen las visitas y el mandatario fomenta el consumo vegetariano y él mismo come hojas verdes de cualquier árbol. Por su parte los partidarios de la gordura comen de todo y a toda hora, muestran sus abultadas barrigas, alaban las propiedades medicinales de la grasa y están dispuestos a dar sus vidas para no pagar el temible y terrible impuesto.