Los acuerdos llegados – si es que hubo alguno – en las anteriores Cumbres de las Américas quedaron siempre en letra muerta. Aunque sus promotores, en su rol de mandatarios, mostraron el compromiso de respaldar el cumplimiento de alguna resolución, no se pudo lograr el efecto práctico.
Parece que los conflictos de intereses en cada Estado son diferentes y particulares, con un índice de ser cada vez más peligrosos y contagiosos para el resto de la región. No sin incluir en esta danza, al protagonismo que busca cada presidente asistente, ya sea para ganar influencia internacional o introducir un poco de su ideología de gobierno.
Ante eso, estas Cumbres sirven de escenario para que los diversos jefes de Estado dejen en manifiesto sus posturas frente a los más variados y/o latentes temas que competen ser abordados en latinoamérica. A su vez, les permite mostrar sus discrepancias e incoherencias, entre algunas carcajadas y varios contraataques silenciosos.
En la reciente reunión con el Perú como anfitrión es comprensible y pertinente que el tema a tratar haya sido “Gobernabilidad democrática frente a la corrupción”. Pues, la presente Cumbre se realizó en un contexto que sacude con mayor incidencia a la región tras años de haber vivido y soportado cada indicio que embarró a los principales líderes políticos por su participación en los escándalos de corrupción sobre los Panama Papers y Lava Jato. Donde también, tuvo en vitrina el reciente encarcelamiento en Curitiba del expresidente brasileño Ignacio Lula Da Silva.
Pero, lo más preocupante en todo este asunto es que muchos de los mandatarios – quienes “representan” la solución – no son más que una carga o burla para el tema a tratar, es decir son el problema en si o parte de ella. Dentro de ese grupo florido están quienes en el fondo no desean la implantación de herramientas y reformas para coordinar una lucha real contra la corrupción entre los países, porque eso significaría su desaparición del campo político. Esto hace que solo seamos como ciudadanos testigos de palabreo tras palabreo en discursos sin esperanzas, pero si ambiciones de los cuales ya nos tienen acostumbrados y cansados.
Por esa razón, puede ser aceptable el papel desempeñado por el Perú con la predisposición y cuidado de los pormenores en su condición de sede. Por su puesto, no es responsabilidad del anfitrión hacerse cargo de cada hecho o punto de inflexión suscitado, especialmente de aquella repelencia existente entre la agenda del evento y quienes la discuten, esos mandatarios cuestionados por corrupción y que vinieron a darnos cátedra de trasparencia, que tal elocuencia o descaro diría yo.
El Compromiso de Lima con las 57 “acciones” que fomentaron los mandatarios presentes no debe ser tomado a la ligera y mucho menos debe tener detractores. Debe implementarse en los países con la inmediatez posible reformas electorales y jurídicas con tal de recuperar la transparencia en la política latinoamericana. Sobre lo último, hubo un descuido de los presidentes en establecer plazos específicos que conlleven a exigir que las autoridades cumplan con las medidas necesarias para la rendición de cuentas. Carecen de sinceros compromisos para cuanto antes la reforma electoral.
Porque si hubiese un interés positivo de acabar con el mal hereditario de la corrupción, los instrumentos para la cooperación significarían medidas más rápidas y efectivas.