“Llora guitarra porque eres mi voz de dolor”
Vals criollo
Primer acto: Sin imaginarme siquiera las pasiones que provocaría el puesto ya me encontraba en la capital de la región San Martín, Moyobamba, como jefe de Comunicaciones del Congreso de la República. Antes de iniciarse la ceremonia oficial ya me había enterado que una avioneta nos esperaría en la rampa del aeropuerto para llevarnos a Yurimaguas, capital de la provincia de Alto Amazonas, porque el presidente del Congreso debía ir a esa ciudad en la que había comenzado su vida política. Así que entre discurso y discurso salía del auditorio para conocer cómo estaba el clima. El cielo estaba negro. Lo que provocaba mi nerviosismo, pues hasta entonces había prevalecido un temor terrible a los viajes aéreos. “Montado el burro, aunque ande de lado”, es una frase atribuida a mi abuelo, para referirse al matrimonio de sus hijas cuando ellas le comentaban las aventuras del marido. Esa frase, digo, sirve para todo en la vida. Así que ya estaba en el aire, observando desde mil metros de altura la majestuosidad de la selva, alta y baja. En medio de las nubes y las esquivadas aéreas cinematográficas Víctor Isla Rojas dijo al piloto: “Tengo que ver a mi padre”. Víctor Isla del Aguila había estado en el palco oficial del Hemiciclo días antes cuando su hijo juramentó y pronunció el discurso donde se refirió al padre que le dio el destino. Yo lo había visto levantarse de su asiento para agradecer el gesto, tal como lo hacía esa tarde de agosto desde la mecedora donde estaba sentado en la puerta de su casa en Yurimaguas y fui testigo del amor y respeto mutuo de padre e hijo.
Segundo acto: Ya había dejado el cargo en el Congreso de la República y me topé con la noticia que don Víctor Isla del Aguila se encontraba en la Unidad de Cuidados Intensivos de una clínica limeña. Acudí a esa unidad y encontré al hijo, las hijas y la nieta compungidos y al borde de la desesperación porque al progenitor se le había entubado para ayudarle a respirar y mantenerlo con vida. Solo estaba permitido el ingreso de familiares directos y cuando salió Ana Paula, la nieta, no era difícil escuchar el murmullo que ya se había despedido del abuelo. A pesar que todos coincidían en reafirmar la fortaleza de ese hombre selvático los médicos no daban muchas esperanzas de sobrevivencia. Al borde de la muerte supo reponerse y continuar su vida, con los chequeos necesarios que le obligaban a permanecer más tiempo de lo previsto en la capital. “De cualquier cosa quiero morir, menos de frío”, llegó a decir a su hijo para convencerlo de regresar a su hábitat, la selva. Ya repuesto en todas sus facultades una tarde le encontré sentado en la mecedora en la vereda de siempre en Yurimaguas. Hablamos de sus viajes por los ríos de Alto Amazonas, sus proezas amatorias y aventuras laborales que comenzaban y terminaban siempre en Yurimaguas. Las anécdotas en sus palabras se asemejaban a las que cada cierto tiempo me contaba mi padre, Carlos Toribio, en las noches de tertulia en la vereda de Iquitos. Después de esa conversación espontánea supe que ese hombre con más de 90 años estaba lleno de vida. Tan de vida que ante una nueva descompensación en Tarapoto y cuando los signos vitales estaban por desaparecer, alegró a toda la familia reponiéndose y volviendo a casa.
Tercer acto: Es jueves feriado. Una voz entrecortada me informa desde Tarapoto que don Víctor Isla del Aguila ha ingresado a UCI y que le habían entubado. “Creo que mi padre ya no sale con vida de esto, haremos el esfuerzo”. A la mañana siguiente, dos minutos antes de las seis, recibo un mensaje: “El papá de Víctor acaba de fallecer, le vamos a enterrar en Yurimaguas”. Esa misma tarde, antes que oscurezca, llegamos con Mónica a Yurimaguas y con cierto sigilo me asomo al féretro para lanzar una plegaria. Ya en la noche veo cómo llegan músicos, parlantes y los cantantes entonan melodías del “Cholo” Berrocal, Los Embajadores Criollos, Los Kipus y más. Intrigado por el velorio musical pregunto si es la costumbre en el pueblo y me indican que esa fue la voluntad de don Víctor. Se arma la jarana, los asistentes piden canciones que los músicos complacen con inmediatez. Ya en el cementerio, don Víctor es recordado por sus frases que le hacen inmortal. Mientras una lágrima se desliza por mi mejilla -que los lentes oscuros ocultan muy bien- escucho las máximas “vete por el sí, porque el no ya lo tienes” que sirve para toda circunstancia de la vida. O la que señala “déjalos hablar, porque uno puede vivir en silencio pero jamás puede vivir gritando, en algún momento se van a callar y hazlos discernir y los vas a convencer”, que también sirve para la vida, para toda la vida. Mientras el féretro desciende al subsuelo, volteo la mirada y veo gente compungida y una voz interrumpe el silencio en tres oportunidades: ¡¡Víctor Isla!! y otras voces responden: ¡¡¡Presente!!! Ya de regreso a Lima, por la carretera que conduce a Tarapoto, me suena en el oído la frase: “Esto es un profundo dolor, que no va pasar nunca pero que estamos seguros que vamos a aprender a convivir con ello”. Y todos los actos se resumen en este solo acto en donde ese hombre maderero, barbasquero, shiringuero, pescador y obrero de construcción civil logra la inmortalidad, que es una manera linda de vivir entre los suyos y los que, como yo, le hemos conocido por esas circunstancias de la vida. Asistir a su entierro de la mano de Mónica era una forma de agradecerle por las enseñanzas, impartidas sin proponérselo.