Desde 1999 trato que noviembre sea diferente. Sin él. Con él, en verdad. Porque, por alguna razón quizás sobrenatural, más que recordar la fecha de la muerte de las personas amadas lo que trato de celebrar es el día en que nacieron. Y, por la memoria tan frágil, ya habré preguntado por lo menos mil veces a mi madre: ¿cuántos años separaban a ti de papá? Y ella, con esa dulzura que el tiempo no ha podido reducir, siempre contesta a todos sus hijos que le hacen la misma pregunta: No sé, yo sólo sé que tu papá nació en 1927.
Claro, que esa pregunta sobre la diferencia de edad la hacemos con el padre ausente. Y si hay algo que lamento desde ese marzo de 1999 que aún conservo el recuerdo es no poder observar la alegría de Carlos Toribio -un hombre que tenía una caligrafía tan maravillosa como su desprendimiento para ver sonreír a sus hijos- al leer lo que su huinsho escribía ya sea sobre política, economía, obituarios o celebraciones. Lamento en verdad, la ausencia del padre. Pero lamento con todas las fuerzas del mundo, no haberle escrito lo importante que fue y es para mi. Nunca me perdonaré ese detalle.
Hoy, pasadas las cinco décadas de vida, cierro los ojos y veo su cuerpo. Y en esa oscuridad ocular creo ver su humanidad dándole a la sierra, luchando contra el fierro corrugado y de vez en cuando saboreando la taza de café que él mismo se preparaba y botando por los aires el humo de los más de 50 cigarrillos diarios que alguna vez fumaba.
Y en este noviembre del 2016. Cuando él cumpliría 89 años de edad. Quisiera decirle que fue el único que partió al más allá. Que en las reuniones maternales de los domingos se siente su ausencia. Que su presencia se hace extrañar. Que los hijos y nietos que ayudó a engendrar allá por el fundo Estrella alegran la tarde. Que la tecnología que parecía de locos en Macondo hoy se hizo realidad y que Dodo, la que está por tierras italianas, habla sin costo alguno con todos los que quieran escucharla. Que la madre de todos sus hijos sigue tratándonos como si fuéramos bebés sin destetar. Que la señora Julia, esa misma señora que tanto sufrió por llevarnos un bocado de comida y bebida a la boca y al estómago, sigue preparando los timbuches más sabrosos aprendidos en el Alto Marañón y los guisados y asados son para elevar los triglicéridos que nos atacan a todos por igual.
Y, este mes de tu cumpleaños, donde te encuentres, tienes que saber que estás con nosotros. ¿Sabes por qué? Pues porque mamá Julia me contó que te soñó como si estuvieras con nosotros. Que estabas sentado en la mecedora que tú mismo construías. Que cada noviembre ella cree que “le das pesadilla” pero yo creo que es para recordarle que siempre estarás con nosotros. Por eso, mientras ella me contaba su pesadilla, en mi mente te veía bailando con tu ritmo tan contagioso, mezclado con frases cliché que provocaba la risa de la sala. Y mientras me invaden esos recuerdos siento que pronuncio la frase: baila conmigo. Sí, viejo, baila conmigo que en ese dúo fiestero recordaremos todas las cosas buenas de la vida, las cosas que nos dejaste cuando te marchaste. Baila conmigo, viejo, que en ese baile se resuma el enorme amor que te profesamos y que ojalá sirva para mantener unida a la familia. Familia en la que, vaya paradoja, fuiste el primero en marcharte.