Escribe: Percy Vílchez Vela

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El imaginativo licenciado Antonio de León Pinelo, consejero real de España, fanático roedor de biblioteca, erudito inconcebible, polemista devastador, cristiano cabal y nieto de un judío converso que murió carbonizado por las llamas inquisidoras, era un caballero de armas tomar. No aceptaba cuentos ni se tragaba todo lo que le decían. Urgentemente necesitaba someter las ideas ajenas a su ojo crítico, a su análisis aplastante. La comprobada agudeza pronto encontró una ocupación absorbente. Durante cinco largos años de su vida inquieta, entre 1650 y 1655, se la pasó escarbando en infolios vetustos, achicharrando sus pestañas para descifrar viejos códigos, espoleando las alas de su imaginación para encontrar razones contundentes y articulando un libro  innovador  sobre el pasado humano. La novedad lo introdujo en una obra voluminosa de más de 900 páginas titulada  El Paraíso en el Nuevo Mundo.  Comentario Apologético. Historia Natural y Peregrina de las Indias Occidentales, Islas de la Tierra Firme del Mar Océano.

El cargamento libresco anduvo en el anonimato más desesperante, hasta que  fue publicado por don Raúl Porras Barrenechea.  En resumidas cuentas, la revolucionaria tesis de don Antonio de León Pinelo  sostiene que el  renombrado Paraíso terrenal, el legendario Edén bíblico, estuvo ubicado en la América Meridional, concretamente en el Perú, más concretamente en la Amazonía y mucho más concretamente en el actual territorio de la Reserva Nacional Pacaya-Samiria. Esa verdad más grande que todas las catedrales reunidas,  según el autor, se mantuvo oculta debido a que el diluvio universal borró de la memoria de los hombres todo vestigio del pasado. La gracia tocó la testa del tenaz cronista para restaurar un trozo perdido de la auténtica biografía humana.

Para cumplir con su cometido revelador, con su novedad innovadora, don Antonio de León Pinelo, acude a la sólida reputación de dos  expertos en cuestiones edénicas, en temas paradisíacos: San Efrén Ciro  y Moyses Bar-Cefas, quienes sostuvieron en coro que el Paraíso bien pudo estar en un continente remoto, una tierra ignorada. La precisión del argumento anterior fue el punto de partida que el nieto del achicharrado  utilizó para sostener categóricamente que el Edén no pudo haber estado en la Región Media del Aire, en el Cielo de la Luna, en la Tórrida Zona, en los Hiperbóreos, en la Trapabona, en la Sarmacia, en los Campos del Esledrón, en las Islas Afortunadas y en los Campos Eliseos,  sino en la montaña perulera.

Es posible que el aplastante licenciado no supo de dónde sacaron esos nombres anteriores los despistados evidentes, los equivocados indudables, que pretendieron arrebatar a la maraña  el legítimo derecho de contar con una sede deleitosa, un lugar maravilloso. Para mayor contundencia de su argumentación, el licenciado acude a la autoridad de estudiosos que quemaron sus horas para buscar la verdad más allá de lo conocido como Filostorgio Arriano, Bridéforo Ramasiense, Gotardo Artus, Pedro Ciruelo Iprocense y tantos otros. Escoltados por mentes tan preclaras, don Antonio de León Pinelo refuta frontalmente a los equivocados padres eclesiales  que se negaban a ver la verdad que explotaba ante sus mismas narices, fulmina a un antimontañés gratuito que sostenía que Adán hablaba alemán, contradice al equivocado que sostenía que el primer hombre fue fabricado con tierra roja del Jordán, y refuta a Goropio Becano que insistía  en decir que la fruta del árbol del bien y del mal era la higuera: él le demuestra que dicho árbol era la era la granadilla que simboliza la pasión de Cristo -lanza, esponja, escalera, cruz y corona de espinas- como una demostración divina de que en la misma fruta del pecado ofreció las señales del perdón, como dice don Raúl Porras en el prólogo.

Una vez impugnadas las opiniones erradas sobre la ubicación del Edén,   una vez puestos  fuera de combate todos los contrincantes equivocados,  el licenciado Antonio de León Pinelo pasa al momento supremo, al instante cumbre, de describir  por primera y única vez el Paraíso terrenal que de todas maneras estuvo en la Amazonía. La forma del Edén era circular. Exactamente medía 9 grados, que en realidad significaban 160 leguas de largo y 140 leguas de circunferencia. Los 4 ríos famosos que le bañaban eran el Amazonas (Gehón), el Río de la Plata (Phisón), el Orinoco (Perath) y el Madgalena (Hidekel). Las tres últimas arterias fluviales le regaban desde muy lejos, lógicamente. La fauna edénica era un tanto diferente a la fauna actual: en ese tiempo remoto había serpientes con alas y brazos, ratones excomulgados, tritones caribeños y otros bichos. La flora paradisíaca también presentaba algunas variantes con referencia al presente: en ese entonces abundaban árboles relojes y árboles que despedían luces. Los manantiales deleitosos producían ruidos de fuelle, rejuvenecían a los que se bañaban en ellas y dibujaban cruces en las piedras sumergidas. En ese lugar las piedras nacían, crecían y morían.

Embalado hasta el transporte místico y subido a las alas de la inspiración angélica, a los bordes de la imaginación celestial, don Antonio de León Pinelo describe la  beatitud del Edén canicular, del Paraíso en la maraña del Perú: En él no se mudan los tiempos, son siempre iguales los días y las noches, ellas con la frescura que basta, ellos con el calor que conserva el perpetuo verdor de las plantas, en continua hermosura los campos, sin que el río los marchite ni el rigor las agote. Antes en eterno verano y nunca acabada primavera son retratos todos del terrenal Paraíso.  En ese cuadro perfecto, en ese paisaje idílico, falta algo importante, algo fundamental, algo que no puede escasear: la primera pareja. El cronista de Indias olvidó darnos la descripción del varón y de la hembra y nos privó de un dato de gran importancia para conocer a nuestros verdaderos antepasados.

El frondoso licenciado  nunca ambicionó describir los secretos de Lima o de la  montaña como les ocurrió a otros cronistas, ni se desveló por encontrar las oscuras huellas de algún El Dorado que tanto alucinó a varios castellanos, incluyendo al franciscano Manuel Biedma.  Ascendió de frente al prestigioso territorio del Paraíso que se perdió. Lo desempolvó de sus inalcanzables atributos forasteros y lo  implantó en  los meandros amazónicos. El Edén en el boscaje del Perú fue su mayor logro, su mejor aporte a una región desconocida.  ¿De qué hablaba realmente el licenciado paradisíaco? ¿Don Antonio de León Pinelo escribió, sin saberlo ni sospecharlo, del esplendente pasado selvático, de la buscada tierra sin maleficios?  ¿Por qué la descripción que hace del Edén selvático coincide con el mundo primordial  y arquetípico de tantas naciones indígenas amazónicas, donde abunda un mundo eterno,  un mundo vitalicio,  que es la verdadera realidad y donde la tierra es apenas una sombra transeúnte?

¿De qué habló en verdad el licenciado sin contener sus ímpetus librescos? ¿Del tiempo y del espacio reales donde todo es uno? ¿Ese lugar en la maleza fue la cifrada explicación del porvenir verdadero que aguarda a los humanos en el instante detenido de la eternidad?  ¿De qué en la manigua siempre será posible inventar un condado edénico, un paraíso posible, un reino terrestre,  que confirme todas las utopías inventadas por la criatura desconcertada que es el hombre, la mujer? No lo sabemos. En términos de nuestro propósito,  ese Edén forzado, bastante extraño,  sembrado a trancas y barrancas en la maraña,  es un aporte a la expropiación de los astros ajenos en territorio  amazónico.  Para arribar algún día a ese reino era entonces necesario  la aparición de un Redentor oriundo, un Salvador vernáculo.

(La presente crónica es del libro Los dueños de astros ajenos, editado por Tierra Nueva)