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Ayer por la tarde sufrimos el deterioro y mantenimiento del edificio en carne propia. El ascensor mientras subía se trabó en el piso nueve y no pudimos salir casi media hora más tarde. S manejó la situación con humor. Estaban también dos persona más M y G. Uno de ellos sufría del corazón y bajaba a comprar unas lechugas para la ensalada. G iba a visitar a un amigo. Yo permanecía callado, y tenso, como un idiota. Que apremios. Por el deje detectaron que S venía de la península y afloraron así, casi de inmediato, la añoranza a los ancestros inmigrantes (soy kukama de las tierras bajas y en el ADN tengo los genes del cazador recolector resollé para mi consuelo). M dijo que sus padres venían de Italia (de la zona Sur, de la empobrecida Italia), G barboteó que era medio gallego e italiano y transpiraba a chorros. El ambiente en el ascensor se estaba caldeando y me quité la chompa. S dijo que su marido era peruano. G y M me miraron incrédulos con ojos de parabólica. ¿No eres morocho? Me espetaron. Aquí tus paisanos arman un jaleo, debe ser parte de su cultura, dijeron en voz baja. Son muy pobres. Viven en la Ciudad Vieja. Cada domingo están de fiestas y hacen platos difíciles de digerir. Me quedé mirándolos. Esa hostilidad silente hacia el extranjero es la misma situación de los inmigrantes en las costas de Turquía y Grecia. Que cerriles somos. Los peruanos que huyen de la pobreza ¿le piñizcaran su alicaída zona de confort?
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En estos días de otoño austral han venido mis viejitos a vernos desde Lima. No nos vemos desde hace dos años y un lugar como Montevideo se prestaba para eso, un lugar fuera de terruño propio. En nuestro particular éxodo familiar. Mi padre sigue igual – su desprecio a los políticos sigue incólume, y mi viejita también, camina más despacio la exjugadora de baloncesto pero su chispa sigue inmaculada. Igual, igual, no, digamos, con algunos achaques propios de la edad y género. Mi madre escucha por uno de los oídos menos que por el otro, le acompaña un audífono. Y por la parte de mi padre los trotes que antes dábamos ahora hay que hacerlos con más pausa y descanso. Yo también tengo mis heridas de guerra. Así que estos días había de gozarlos a tope. Una de las primeras emociones fue otra vez saborear la sazón de mi madre, la mía mamma Melita. A través de las sazones mi memoria viaja a mi infancia y a los diferentes lugares geográficos de Perú. Fue un recuentro con su cocina, sólo que ahora intercambiábamos algunos guiños en las recetas, y con mi padre, discutiendo con ardor guerrero las recetas de cómo cambiar el país que desde lejos cada vez tengo menos esperanza que algo buena pueda suceder. Ha sido Montevideo un grato lugar para el reencuentro con mis ancestros.