Cuando el arbitro brasileño sacó su pistola para amedrentar para siempre o para expulsar de por vida a un jugar díscolo, no imaginó que estaba iniciando una verdadera revolución en el referato universal. Luego de la pistola en ristre en pleno campo de juego, los altos directivos de la Fifa vieron la posibilidad de introducir el arma de fuego en los partidos más candentes como una medida disuasiva para evitar las protestas, los reclamos y las mentadas de parte de los jugadores más conchudos y malcriados. Luego de estudios, consultas previas y otras diligencias se llegó a la conclusión de que procedía conceder armamento a los árbitros como una forma de protegerles de la violencia.
Era obvio que una pistola era más contundente que una tarjeta amarilla o roja y que al ver el cañón apuntándole cualquier jugador se dejaba de pataleos y amenazas. Así fue como los árbitros profesionales y aficionados fueron autorizados a dirigir armados los partidos. Pistola al cinto, más la canana con balas, los soplapitos salen a la cancha y lo primero que hacen es lanzar tiros al aire como recordando a los futbolistas la contundencia del arma. Durante el partido el árbitro no utiliza el antiguo silbato sino que dispara la pistola para cobrar una falta, un fuera de juego o un penal. No pierde tiempo escuchando los insolentes reclamos de los peloteros ni responde a sus malas palabras, y es el amo y señor del partido.
Los futbolistas, por su parte, juegan de veras y no tienen la costumbre de arrojarse al gramado para impresionar al árbitro. Los aficionados asisten callados a los partidos, no acusan de nada a los árbitros y aceptan sus decisiones con las mandíbulas apretadas. De esa manera, con la pistola del árbitro, se viene evitando el estallido de la violencia en el fútbol.