En osada muestra de sus malas artes y de sus conductas majaderas, los amigos de los ajeno decidieron cometer sus fechorías ante las  mismas puertas de las comisarías. Como si no hubieran otros lugares para ejecutar sus  fechorías asaltaban, ante la vista y paciencia de los uniformados,  a cualquier persona que pasaba cerca de esos lugares de supuesta vigilancia. Las víctimas hacían todo lo posible para convocar a los cercanos policías, pero estos no se movían de sus sitios, miraban como si se tratara de cualquier espectáculo callejero que nada tenía que ver con ellos  y no perseguían a los carteristas o escapistas o cuadradores que hacían de las suyas en una ciudad tomada por la delincuencia.

En ciertas ocasiones, como si desafiaran a los custodios del orden,  los malhechores se metían descaradamente a las casas cercanas a las comisarías y sin prisas ni pausas  hacían las correspondientes mudanzas. Se llevaban todo lo que encontraban y nadie les decía nada mientras robaban. El colmo fue cuando los astutos y avezados forajidos se dieron al deporte de asaltar a los mismos policías en las propias comisarías. Estos tampoco hacían nada, ni siquiera hacían uso de sus armas de reglamento durante los asaltos. Dejaban que los choros hicieron lo que les diera la gana.  En poco tiempo las comisarías tuvieron que cerrar debido a que se quedaron sin nada, sin ni siquiera una mesa como único mueble.

La ciudad se quedó así sin comisarias ni policías, los cuales tuvieron que buscar otro trabajo que generalmente era convertirse en asaltantes. En las investigaciones para determinar la actitud sospechosa de los policías,  se llegó a saber que los uniformados no podían actuar porque no tenían la puntual orden de sus superiores. Sin esa orden, que tenía que llegar por escrito y con su sello respectivo, no podían hacer nada contra los delincuentes.