[ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel].

Todo político sabe que una estrategia sirve para la campaña y otra, a veces muy distinta, sirve para la gestión. Como también sabe que existen personas que sirven para ganar una elección y son inútiles para cualquier gestión. Se da en todos los campos. Ingenieros, periodistas, abogados, arquitectos y más.

Por eso no tiene que sorprender que los candidatos ganadores del 5 de octubre hayan cambiado su discurso y los más belicosos hoy se muestren pacifistas y tiendan puentes diplomáticos para que inicien el período en enero próximo de la manera más tranquila posible. Desde la administración regional hasta el municipio más pequeño tiene que cambiar la estrategia para comenzar a gobernar. No se extrañen, entonces, cuando los que dijeron que priorizarán la contratación de profesionales loretanos estrenen su mandato con una avalancha de técnicos afuerinos. Así sucedió antes y no tiene por qué ser diferente entre el 2015 y 2018.

Abordo este tema porque en las últimas horas se ha comentado de diversa forma las posiciones que tienen las autoridades electas. Unas han viajado más de lo normal a Lima con la finalidad de reunirse con aquellos que han financiado la campaña y, por lo tanto, tienen que ver la forma de recuperar los montos transferidos. Otros han preferido el viaje casi de placer para combinar con gestiones preliminares con funcionarios de nivel medio que los asegure el visto bueno a los proyectos que presentarán. Otros se han limitado a celebrar –con cierta exageración- el triunfo cuando lo que deberían hacer es rodearse de personas que asegurarán una buena gestión.

Entre campaña y gestión siempre habrá diferencias. Lo podemos ver en el escenario nacional y en el regional. No se olviden que Alan García tiene un comportamiento diferente para con sus adversarios en campaña y en gestión. Es la ley de la política. Quienes entienden de una forma distinta el cambio de posiciones de los líderes que ganaron las elecciones simplemente están opuestos al propio desarrollo. Claro, unos dirán que no se puede cambiar las promesas de campaña porque con ello se abona a la descalificación de la clase política. Mentira. Porque la clase política no se desprestigia –únicamente- por las promesas incumplidas sino porque no saben explicar dichos comportamientos. Ahí está Fernando Belaunde que ganó su ingreso a Palacio de Gobierno en 1980 prometiendo un millón de empleos y ya como gobierno el desempleo creció en niveles que obligaban a los perjudicados a salir a las calles. Ahí está Alan García que en su primer gobierno dijo que gobernaría para todos los peruanos y lo primero que hizo fue rodearse de lo que se conocía como “los doce apóstoles. Ni qué se diga de Alberto Fujimori que ganó prometiendo que no aplicaría el shock económico y lo primero que mandó a hacer a su Primer Ministro fue un sinceramiento de precios con la frase “que Dios nos ayude”.

Lo que sí debemos promover en las autoridades es que sus acciones de gobierno beneficien a los pobladores –no sólo los más pobres sino los que también gozan de estabilidad económica- y que hagan lo que el sentido común mande. No hay que sorprendernos de los cambios sino obligar a que éstos sean para mejor.