El inofensivo agujero parecía uno de los tantos forados que de vez en cuando aparecían en Iquitos. Nada hacía presagiar la catástrofe que se avecinaba y el hueco fue cubierto con cualquier cosa. Ubicado a 50 metros de la casa consistorial de Maynas, por alguna razón telúrica o climática, comenzó a crecer visiblemente. Avanzó el primer día varios metros. Las autoridades ediles de aquel tiempo, que se habían hecho los sordos ante las protestas de los vecinos de la cuadra 9 de la calle Calvo de Araujo, recién se reunieron para contemplar el caso.
En medio de asadas carnes, jugosos vinos y deleitosos postres, ellos buscaron la mejor manera de sacar provecho de esa tragedia. Después de sesudos debates, de dimes y diretes, de tenaces polémicas, dichos funcionarios acordaron ordenar el tapado del hueco al señor Euler Hernández, como una forma de apoyar su campaña de albañil aficionado. Mientras el citado trataba de sacar algo para su rebaño, limpiando sus implementos de constructor de última hora, el agujero volvió a crecer a altas horas de la noche. Hacia ese amanecer se había zampado más de la mitad de la ciudad de Iquitos. Pues no era cualquier forado producto de la humedad circundante, de la tierra frágil, de la majadería de los constructores. Era el primer agujero negro de la historia humana. Como todo el mundo sabía por aquel entonces, eso era el fin de esa raza equívoca. No había nada que hacer para salvar los pellejos. Los hombres y mujeres de aquel tiempo, ante la irremediable catástrofe que iba a acabar con la tierra, tuvieron que huir a marte en el vuelo turístico que se venía preparando con anticipación. Desde ese planeta lejano, incómodamente instalado en un cráter rojo, sin agua ni luz trabajo conocido, este cronista escribe apelando a su memoria, pues en el lugar donde estaba el llamado planeta azul no hay nada.