La erudita audiencia en el excelso Tribunal de la Nación de la Culata se suspendió de repente, cuando uno de los más justos jueces gritó que alguien le había arrebatado su reloj y su camisa, su pantalón y sus zapatos. En efecto, alguien muy hábil en el arte de la sustracción, suceso que nada tiene que ver con la resta, sino con el robo, había dejado en los puros cueros, en el nudismo público, al pobre funcionario que lo único que pudo hacer es esconder con las manos sus vergüenzas y esconderse en el baño. De allí no quiso salir ni porque sus asesores que habían perdido solo sus relojes y zapatos, le dijeron que habían conseguido mantas, carpas e impermeables para que saliera hacia su casa. Lo peor sucedió cuando los otros jueces también corrieron, desnudos, a esconderse en cualquier parte de ese recinto judicial.

En la sala estallaron gritos, maldiciones y hasta groserías cuando los asistentes descubrieron al mismo tiempo que en la confusión de los desnudistas habían perdido sus billeteras, documentos personales, tarjetas de crédito y celulares. El caos se armó de inmediato y los uniformados tuvieron que utilizar sus cachiporras para poner el orden. Era imposible que cualquier ladrón se hubiera infiltrado para cometer sus fechorías con tanta habilidad. La única explicación era que el ladrón estaba en la misma sala. Las sospechas, como no podía ser de otra manera, se dirigieron a los mistianos que parecían uña y carne, zapato y pie, anillo y dedo, pese a sus supuestas diferencias, pues ambos deliraban por una grandeza que nunca demostraban a nadie.

En el imperio de la ley en el País de la Culata una acusación tiene que ser demostrada. Los supuestos no sirven. Por esa condición jurisprudente, ni Abimael Guzmán ni Vladimiro Montesinos pudieron sufrir el incremento de sus penas perpetua, siquiera con una hora más por tanto bandolerismo, puesto que pese a las pesquisas, investigaciones y brujos, nadie les pudo involucrar en ese escandaloso robo.