El personaje que más se transformó después de la fiesta pelotera brasileña fue el pobre árbitro. El gremio de soplapitos que se formó luego del balance de las ganancias de la Fifa, hizo caer en cuenta a los hinchas que ellos eran los grandes sacrificados de la parranda ajena, pues tenían que correr por los dos equipos, soportar agresiones sin cuento como madreadas y otras ofensas y ni siquiera tenían derecho a una jugada en la cancha, a un gol de portada. Y, al final del suplico, cobraban una miseria. La huelga de pitos silenciosos que hicieron en todo el mundo cambió radicalmente las cosas para siempre.

En el presente, vísperas del mundial pelotero de la Republica Regionalista de Iquitos, los árbitros dirigen desde pulcros palcos y sentados cómodamente, rodeados de montones de cancha, de plátano frito, de yuca procesada y otras golosinas y son ayudados en su labor por pantallas gigantes, cámaras filmadores y delicados sensores que detienen la pelota cuando existe alguna falta. No se equivocan como antes y la beligerancia en los estadios ha disminuido, pues los aficionados no tienen ante quien sacar sus odios, rencores, frustraciones. Los partidos son pulcros, exactos y no se registran pleitos inútiles.

El partido de futbol de hoy mismo es de 30 por 30 y 30 de descanso. No existe el saque de meta pues eso es imposible. La posición adelantada, controversia que desataba tantas broncas y litigios, es cosa del pasado y casi todos los goles se hacen en esa ubicación de ventaja. El saque de banda ya no se hace con las manos, sino con los pies. La cabeza no puede ser utilizada debida a las tantas rupturas que ocasionaron en los rivales. Pero la renovación más importante es que no se patean penales, pues era inhumano, abusivo y oportunista fusilar a los arqueros desde tan corta distancia.