LOS LIBROS IMPOSIBLES

Por: Gerald Rodríguez Noriega

Yo nunca recibí un libro como regalo. Aunque los de mi generación siempre creyeron que regalar un libro a una chica era la mejor forma para decirle que no se quería saber ya nada de ella (como todas las chicas, siempre esperan peluches, chocolates y no sé qué cosa más), dar de regalo un libro era un insulto y hasta una de las más grandes ofensas. Sin compartir el valor denigrante como de objeto de símbolo oscuro que le delegaron al libro en una época de catástrofe generacional educativa, yo siempre quise que me regalasen un libro y siempre quise hacerlo con alguien de mi preferencia, pero siempre me los terminaba comprando. Ni de papá lo recibí, a pesar que mi padre era un gran lector, nunca se preguntó si es que me interesaría leer un libro para mi edad o algo recomendado por él, porque, sin que lo supiera, gustaba a escondidas de sus libros. De mamá nunca esperé eso y nunca se dio. Es que es muy lamentable que muchos se hayan metido en los dos hemisferios cerebrales que los libros son para los tontos, para los aburridos y los intelectuales. Fue desde entonces que me resigné a esperar el libro como regalo y me los puse a comprar o a prestarlos.

Pero más allá de mi antigua protesta por no haber recibido un libro como regalo y los mitos sobre los lectores, es no encontrar en esta ciudad tan solo una librería de calidad o con bibliotecas donde podamos dar con nombres tan importantes de las letras universales que pusieron en jaque a las costumbres de sus época, describiendo condiciones humanas a la que el hombre está propenso o simplemente ya forma parte de esa condición. En la ciudad casi nunca se pronuncian esos nombres heroicos de  las letras, hasta el zumbido de una mosca suena mejor, y terminan siendo hombres importantes pero olvidados.

Mi hipertrofiada búsqueda de un William Faulkner me lleva a rebuscar por todos los rincones librescos y bibliotescos. No doy con más de dos libros y les doy la razón a los críticos de haberlo incluido en la generación perdida. Lo mismo sucede con Macedonio Fernández: sus libros, salvo en Argentina, supongo, no se encuentran en las librerías. Y con Felisberto Hernández, que en los setenta tuvo un pequeño boom, pero cuyos relatos hoy solo es posible encontrarlos tras mucho buscar en librerías de viejos. El encarcelamiento de la literatura de nuestra lengua y de otras hace que el mercado del libro predique un problema totalmente provinciano: que no se puede vender un  William Faulkner en Iquitos porque solo les interesa a los norteamericanos, que un Neruda solo gusta a los chilenos o que un Borges solo gusta a los argentinos. Como si cada país hispanoamericano tuviera una lengua diferente, (a excepción de los escritores norteamericanos que siempre se ruega que demos con una casi fiel traducción, pero que siempre termina con una traición), o como si los gustos estéticos se dejasen guiar por un nacionalismo tercermundista. Estos hechos no pasaban en la década de los sesenta o setenta cuando en el Jirón Lima, de esta hermosa ciudad, dos hermanas españolas levantaron un negocio que lo denominaron “Librería Mosquera” y donde se podía degustar de grandes cohortes de libros de moda y de autores vivos y que siempre estaban en los escaparates a pesar de la lejanía y de los altos costos que tocaba traer esos libros a la ciudad, hasta libros que fueron llevados al cine como el caso de la novela “Una vez no basta” de la escritora norteamericana, Jacqueline Susann. Me queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad de esa época.

Yo me pregunto si merecimos no vivir en esas épocas, donde la clave para ser escritor estaba en aquella librería, para los que no podían dar un paso más allá de la ciudad. No sé si no merecemos saber qué es lo que escandalizaba tanto al mundo para que el Ulises, después de su publicación, no llegase a los  Estados Unidos, lo mismo como pasa hoy en día en esta ciudad con autores que aparecen en el mundo literario y que ya empiezan a tener cota, pero que solo tenemos noticias de ellos por el internet. Que merecemos saber de esos autores, los maestros que hicieron de la literatura toda una vida, sí merecemos, y mientras que nos sigan negando las librerías, porque sus estantes de literatura cada vez se llenan de desierto, nuestros jóvenes estudiantes seguirán siendo nuestros representantes de los últimos lugares en comprensión de textos y primeros lugares como buenos seguidores de toda una moda huachafa que nos vende la post modernidad.