Postales del caos

Imagínate, lector. Duermes plácidamente. Echado en tu cama, te sientes envuelto en una impecable soledad. Imaginas un utópico sueño de silencio y claridad. Te has imaginado escribiendo constantemente, sin ninguna prisa, con la calma del silencio y la tranquilidad.

Pum.

De pronto, el estruendo se introduce en tu mente, sin pedir permiso. Sientes un fuerte impulso.

Pum, pum, pum.

Te despiertas aturdido, atolondrado, desatado. Sientes como si el fin del mundo se hubiese decretado en la ciudad.

Sales a la puerta de tu casa, con el reloj de pared dictando la medianoche. Traspones la línea y el espectáculo que tienes frente a tus ojos te deja absorto: tu vecino ha decidido celebrar el cumpleaños de su mamá – sorda y casi ciega nonagenaria – y ha sacado la fiesta a la calle, además de dos parlantes de mil watts y toda la euforia que son capaces de brindar diez cajas de cervezas. Los participantes, borrachos, celebran. Piden más trago y comida.

El maestro de ceremonias, contratado especialmente para la ocasión, brama las felicitaciones para la viejecita (que ni mira ni oye), mientras el dueño de la casa de los ruidos, risueño y carcajada batiente, se alucina propietario de la calle, de la ciudad, de tu propia tranquilidad.

Ponen una cumbia y el decibelímetro empieza a marcar 100. A lo lejos, gritos desaforados, motocarros salvajes que corren a velocidades infinitas.

Así, todos los días, todo el día.

Intentas escribir en Iquitos, pero no puedes.

Uno ya no habla en las calles. Grita (o debe hacerlo, aunque no lo quiera).  Ver televisión, dormir, acostarse en su patio, arrullado por una hamaca, dejó de ser un placer o una actividad usual.

Las calles y los locales sociales se han convertido en bailódromos al paso, donde los parlantes se colocan a su máximo volumen, a fin de destrozar tímpanos y motivar al insomnio, para gran vacilón y cuchipanda de cien mil futuros sordos, que posiblemente también padecerán de fatiga auditiva, hipoacusia, cefaleas, neurosis, irritabilidad, secreción ácida del estómago, problemas de respiración.

Iquitos es considerada una de las ciudades más ruidosas de Sudamérica. Un chacarero (poblador de las zonas rurales) de 75 años tiene el mismo grado de agudeza auditiva que un citadino de 25 años. Según estadísticas, la ciudad excede hasta en tres veces el límite mínimo permitido de la Organización Mundial de la Salud. A veces llegamos a registrar hasta 115 decibeles en un día normal. (Para ilustrarnos, el ruido de una turbina de avión en movimiento llega a 120 decibeles)

La superchería e ignorancia ha llevado a varios conductores de motocarros y motocicletas a cortar los tubos de escape de sus vehículos para, supuestamente, “aumentar la velocidad y ahorrar combustible”. El resultado es nefasto.

El Comité Cívico Todos Contra el Ruido, un grupo de personalidades y organizaciones, realiza todos los años una jornada para silenciar durante 15 minutos, una vez al año. La iniciativa solo es parcialmente acatada (se ha visto esta semana, una vez más, por enésima vez). La mayoría de los conductores se queja amargamente del evento, debido a que retrasa el tiempo en que, desesperados, deben llegar a cualquier lugar, a toda máquina, con el claxon aullando.

Este es solo el preludio de algunas historias del caos que ocurren cotidianamente en nuestra ciudad.

(Muy pronto, mucho más en Pop, el recargado IQT)