En la vieja y destartalada calesa virreinal arribó entonces a palacio de gobierno la actual presidenta del Perú. Ubicadas a ambos lados de la acera, asomados a las puertas y ventanas, subidos a los techos de las casas, las gentes emocionadas asistían a ese evento único y la vitoreaban mientras le lanzaban flores abundantes. Era entonces la toma oficial de mando supremo luego de las turbulentas elecciones pasadas donde, contra todo pronóstico, ganó aquella candidata que solo tenía vagas y nada ambiciosas aspiraciones congresales. Pero el destino quiso que en algún momento la citada abandonara su prematura ilusión de un escaño y se lanzó de pecho hacia el abandonado sillón de Pizarro. Todo parecía una burla grotesca, una aventura risible, semejante a la postulación de una vedette que finalmente obtuvo su curul exponiendo sus carnes con el número 13. Lo más extraño de todo fue que las encuestas ni siquiera le mencionaban, pero a la hora de la votación ocurrió el sismo político que puso al revés a aquella nación de desconcertantes gentes.

La primera mujer que conquistó el cetro máximo era una matrona del espectáculo frívolo, una abuela de la comedia de medio pelo, que conquistó una dudosa fama haciéndose pasar como una fiera del bosque, una bestia carnicera del monte. Fue precisamente la imitación de ese animal hembra, con sus arañazos, sus gritos y sus amenazas de ataque, lo que al parecer convenció a ese electorado voluble y nada serio que podía votar por cualquier cosa. Era su nombre de guerra y de parranda Tigresa del Oriente y pese a que los años le abrumaban todavía era capaz de cometer exageraciones dignas de una jovencita. En su fulminante campaña no hizo nada más que imitar a la felina y así con juegos y barrabasadas conquistó el esquivo voto, superando a la hora de la verdad a serios y reputados políticos que pretendían el máximo cargo presidencial. En el vértigo de esos días previos a la elección, en la fiebre de la batalla por los votos, la tigresa cantó una desafinada canción simplona. Y eso fue todo.

En la vieja y destartalada calesa virreinal la Tigresa del Oriente se marchó luego de saludar a sus admiradores, enviarles besos volados e imitar a la felina de los bosques. Es que no iba a gobernar ese país desde palacio de gobierno. En su afán de sacarle al jugo al elevado puesto había elegido la remota ciudad de Iquitos como centro de su mando y su poder. De manera que en estos días los iquitenses se disponen a conceder un ruidoso y carnavalesco recibimiento a esa dama que dijo que no iba a pronunciar ni discursos ni mensajes y que todo su accionar gubernamental estará basado en la imitación desaforada de esa felina del bosque.