En las esquinas de algunas calles de Lima sorprende la presencia de un cineasta, un filmador, un obsesionado por tener la mayor cantidad de películas de cualquier persona que pasa y repasa. El pergrino se dedica noche y día a captar imágenes, movimientos, cosas secretas de la personas que pasan cerca. El filmador obsesivo es el señor Vladimiro Montesinos. El mismo ha sido liberado por el parlamento fujimorista, mediante una ley sacada entre gallinas y medianoche,  y en ese estado de privilegio está  dispuesto a seguir haciendo lo que hacía  cuando era asesor del ingeniero.

Mientras filma a los paseantes no deja de dirigir los temibles y terribles diarios chicha. El decide a quién hay que masacrar, pone titulares explosivos y paga personalmente a los plumíferos que le sirven.  No escatima esfuerzo y está  dispuesto a traer abajo a todo aquel que se opone a su salida de la cárcel.  Porque su salida ha ocasionado que medio país no comulgue con esa liberación.  En todas partes se hacen marchas y manifestaciones para hacer que el señor Montesinos vuelva a su celda.  En esa tensión, el referido no pierde su tiempo y asesora a las fuerzas armadas y policiales en su lucha contra la delincuencia.

Mientras tanto prepara un estreno con filmaciones de todo tipo, donde estarán presentes las cintas que filmó cuando era el preferido asesor del ingeniero. En esa obra inédita está el suplicio de muchos que ahora quieren pasar piola, como si con ellos no hubiera sido la cosa. Por eso es que varias voces, nada inocentes, se levantan para que Montesinos se deje de cosas y pase a formar parte del parlamento, pese a que no fue elegido como parlamentario.  Montesinos no se inmuta y sigue filmando con la cámara al hombro, esperando tener en su poder el mayor testimonio sobre los limeños de antes y de ahora.