A cincuenta minutos de Madrid en autobús está la sierra de Segovia, se pasa un largo túnel que colinda con el Parque Natural del Guadarrama – esta palabra me suena a ubérrima, y estás en los territorios Castilla y León. Dependiendo de los días cuando el cielo está abierto es de un sol de una luz intensa. Las laderas están de un colorido amarillo y verde a la vez dando unas vistas muy golosas para el sosiego citadino, es que la meseta castellana tiene un paisaje descomunal, me recuerda mi paso por la topografía de Palencia o de Mansilla del Páramo, en León. Una persona de la maraña que en sus retinas lleva los árboles y los ríos este paisaje, a ratos, muy áspero, seduce, embruja. También se observa, de paso, el agresivo y disparatado plan inmobiliario de los años de la burbuja en España, han desollado la naturaleza sin clemencia ni límites, eran tiempos del despilfarro ciego. Hemos venido unos días para desconectar, ese el leitmoviv o excusa de ese espíritu neorrural que todo urbanita lleva dentro. Ese ventanuco (es una palabra que siempre quise usarla) romántico que alberga esas personas sin atributos que hablaba Musil haciéndonos una radiografía de las personas contemporáneas tan amigas del cemento. La casa está al pie de unas montañas y que en un momento determinado era la expresión de la desmedida ambición del boom inmobiliario. Hay muchas casas en venta o se alquilan, en el mejor de los casos. Hay una de ellas que lleva un letrero que dice que admite trueque por un piso (departamento) en Madrid. Lo que si predomina son las casas abandonadas con perros furiosos. La hierba remonta las escaleras y paredes de las casas. Solemos caminar dos veces al día y de paso inventariamos la arquitectura hortera de los quiero y no puedo, cuantas historias encierran esas casas sin habitantes. A cualquier arquitecto o arquitecta le estomagaría ese mal gusto. Así entre estos abandonos y despojos de un ciclo económico de bonanza cortoplacista andamos desenchufados de la ciudad.

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