Hace unos meses, antes de la pandemia, había pergeñado una crónica sobre la vuelta al barrio de un autor o autora con una obra bajo el brazo que se topa con la actitud de displicencia de parte del público local, amigos y conocidos. La actitud es de ignorar cualquier acto cultural (inclusive el diario donde escribo crónicas semanales) a favor del libro o de la lectura. Pero esta actitud cambia, cual giro copernicano, cuando quien vuelve a Ihla Grande es un afuerino o extranjero. No faltan los palafreneros a la vista. Los lisonjeros a granel rodean al afuerino (generalmente, es de Lima) o extranjero que vienen a presentar sus obras en la isla. La zalamería aflora en los propios insulares y foros, es un cruel defecto nuestro. El escenario y la escenografía cambian sustancialmente. Sobran entrevistas, se hacen apostillas, llueven los ditirambos, las loas salen hasta debajo de las alcantarillas. Todo el mundo busca una fotografía con el autor o autora, en el entendido, que quieren perennizar la estancia del peregrino. Esta actitud o actitudes se hacen extensivas a diferentes ámbitos no sólo culturales, para nuestra desgracia. En la política ni les cuento, se puede hacer un largo anecdotario que nos muestra nuestros tristes perfiles. Somos, colectivamente hablando, una broma insulsa perdida en la fronda. Esto revela, desgraciadamente, que ha ganado el centralismo mentalmente y todo lo que el de afuera o extranjero trae es lo mejor. Es la panacea y sí nos halagan es lo mejor. Esta puesta en escena revela como andamos, es decir, bastantes desnortados y sin armas para la réplica. Con poca reflexión y vaciamiento en ideas. Sin respuestas, claro, tampoco nos preguntamos, debilitados frente a lo que se viene. Carecemos de pensamiento propio, nos arrimamos sin molestias ni escozores al primero que viene de fuera. Lamentablemente, estas actitudes han ido creciendo, es una ola de dimensiones hercúleas de difícil contención. Aún así sigue la pachanga.