ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
A veces una mezcla de ingenuidad extemporánea con dosis de picardía sudamericana. A veces con datos históricos catastróficos y otras con pensamientos espontáneos que van de la par por el asombro de lo visto y por la carga emocional de los siglos acumulados, el autor nos traslada de Madrid hacia Iquitos, de Milán hacia Lima, de Roma hacia Lugano. Cruzar el charco no ha sido lo más significativo sino apreciar la conservación de edificios por más de cinco siglos y más y que ello signifique divisas. Soportar casi 12 horas en el aire para alguien que siente presión en el pecho con tan sólo volar media hora y media ya es decir mucho. Esta es la primera entrega de una serie de artículos que aparecerán todos los miércoles motivados por un viaje a lo que con veracidad se llama el viejo –pero nunca vetusto- mundo.
Confieso: recién cuando recogía las maletas en el aeropuerto de Barajas tomé conciencia de lo que había hecho después de varias postergaciones, es decir, cruzar el charco y la jaqueca del jet lag me salía por los tímpanos no como una cosa insoportable sino como un zumbido tenue y hasta diría agradable que no me dejaría hasta el mismo aeropuerto de Iquitos, once días después. Confieso: cuando el funcionario de la embajada española en Lima me dijo entre líneas –entre voces es la frase exacta- que tenía visa para ese sueño envíe un mensaje a Miguel Donayre, quien como los lectores de este diario saben, radica en Madrid y predica sus postulados desde esa orilla. Por una cuestión inexplicable de cábala. Confieso: al ver jóvenes y ancianos en la antesala de la embajada española me pregunté ¿Los Pizarro, Colón y Rodríguez de Triana tuvieron que hacer estos trámites paranoicos para visitarnos en sus carabelas conquistadoras? Confieso: me quedaba la ¿esperanza? que me negaran la visa y así mandar al diablo ese viajecito trasatlántico. Ya basta de confesiones. Pero acá va la última: cuando cancelé el pasaje en la agencia sentí como si alguien apretara un botón y activara la noticia “Manuel Scorza dejó de existir a los 55 años, el 28 de noviembre de 1983, cuando el Boeing 747 de la Compañía Colombiana Avianca, se aprestaba a aterrizar en el aeropuerto de Barajas (Madrid), y se estrelló poniendo término a la vida de uno de los más importantes poetas y novelistas peruanos”. Jijuna, me dije. Es verdad, los aviones también se estrellan. La picada que se metió ese animal aéreo de Air France en la ruta Río de Janeiro-París en medio del Atlántico prueba que no sólo se estrellan sino que pueden desaparecer 228 personas en menos de un minuto. Paranoia total. Pero el transporte aéreo es uno de los más seguros. Sólo una compañía que opera en el Perú realiza dos mil 132 vuelos diarios sin ningún tipo de percance. Las estadísticas están ahí.
En realidad el viaje salió de la nada. Sin planificar, como me gustan las cosas. Integraba, es un decir, la delegación de la selección peruana de fútbol que debería, es también otro decir, jugar amistosos en Europa. La idea inicial era cubrir todos los detalles de la gira. Pero ni bien escuché las declaraciones de Claudio Pizarro autotitulándose capitán del equipo y observar la comparsa periodística hacia quienes no son más que estatuillas de un sistema que sólo sabe de derrotas opté por la retirada. Total, con Miguel en Madrid esperándome en la estación de Atocha recién comenzaría lo que finalmente se convirtió: un recorrido a paso ligero por la mayor cantidad de ciudades en el menor tiempo posible.
Seis horas de diferencia no son nada para quien quiere conocer todos los detalles: saborear los panes más variados, tomar las bebidas más diversas, recorrer los sitios más literarios, percibir las expresiones de una metrópoli tan extraña como afín. “Te espero a las diez de la mañana en la estación Atocha, sólo tomas el tren en la estación de Villalba y en media hora estás en el centro de Madrid”, me dijo la noche anterior Miguel. Llegué, para variar, 45 minutos después porque salí con ese tiempo de retraso. El recorrido duró 29 minutos y mientras pasaba de estación en estación creía ser protagonista de tantas películas que mi mente relaciona al tren con el holocausto cuando seis millones de judíos –muchos de ellos recorriendo tal vez esta ruta- viajaban hacia la muerte.
Ver el rostro de Miguel –con su indumentaria europea- en la estación de Atocha fue como pisar tierra. Emocionante. Reconfortante. No había dormido más de dos horas por el cambio de horario y porque, en verdad, no salía de mi asombro. Por la ventana del hotel –allá en Villalba, la sierra madrileña- veía todo como si fuera un ecran. Y es que se notaba un paisaje de film, con las nubes medio desganadas, la oscuridad de la madrugada un poco descolorida. En el centro de Madrid estaba el movimiento. Lo que deseaba ver. La gente, el tren, el tránsito, las librerías, el Corte inglés, la gente con paraguas en las manos, con chalina, con caras de pocos y muchos amigos…
Esa mañana-tarde-noche recorrimos varios kilómetros. No tantos como los que volamos para recorrer esta ciudad que en buena cuenta es la entrada a Europa. Estaba sorprendido, exhausto. Pero, increíblemente, con las ganas renovadas a cada instante. Hablamos de los liberales, de los gobernantes, de los servicios públicos estatales que funcionan a la perfección, compramos libros sin pensar en el exceso de equipaje –luego me daría cuenta que es posible empacar 10 kilos de títulos y trasladar los diarios de Casement y Herzog de vuelta hacia donde se desarrolló parte de las vidas de estos dos hombres que estuvieron en dos momentos distintos- y me di tiempo para una majadería. Sí, majadería es tomarse una foto trucada con Cristiano Ronaldo donde aparecemos abrazados como si él fuera un conocido y quien escribe un hincha del Real –cuando si tenemos alguna coincidencia es que ambos defendemos la casaquilla alba, él del Madrid y yo el de CNI-. Llega la noche y nos coge en el centro de la capital española. Se une al grupo Sonia Franco. Que para serles franco hizo de la estadía madrileña una estupenda ocasión para conocer más allá de lo que me imaginaba y saborear en el centro de Madrid la mejor sangría que jamás mi paladar saboreó y la paella que aún al escribir esta primera entrega está impregnada en mis labios. Ya se enterarán porqué.