ESCRIBE: Jaime Vásquez Valcárcel
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Imagínense. Una joven madre camina tomada de la mano de su pequeño hijo rumbo al colegio y el rostro de la criatura tiene ese encanto que poseen los infantes los lunes cuando están ávidos por reencontrarse con sus compañeros. Una señora que ya bordea las siete décadas camina por la plaza principal antes de las siete de la mañana con dirección a su trabajo pero se detiene para saludar con una cordialidad -que sólo le dan los años- a un cincuentero que tiene toda la pinta de ser visitante y en los ojos se nota que está asombrado de tanto asombro. Un pueblo donde los domingos vespertinos se exhibe en la sala de cine del municipio películas para niños, que son dejados en el lugar por sus padres con la promesa de recogerlos de acuerdo al horario que se ha pintado en el ingreso de la sala. Un pueblo donde las funciones gratuitas para niños tienen más espectadores que la función nocturna dirigida a los adultos propios y extraños. Un lugar donde los perros tienen el pudor de no revolcarse con el sexo opuesto en plena vía pública para procrearse por sabe Dios qué consideraciones animales que los humanos nunca terminaremos de entender. Un centro de diversión donde en un ambiente los jóvenes se confunden con los no tan jóvenes con ritmos que van desde el reaggeton hasta el vallenato pasando por la cumbia y otros éxitos de moda mientras que a pocos metros –y sin que nada perturbe el juego- una pareja mixta se entretiene con una mesa de billar y al lado un grupo juega y habla con la delicadeza de no molestar al vecino ni a los bailadores de turno. Un lugar donde las mujeres acompañan a los hombres hasta los servicios higiénicos en una mezcla de cortesía y galantería que en otras partes se llamaría egoísmo mezclado con celos enfermizos. Una plaza donde los tachos para la basura nunca terminan de llenarse porque en menos que canta un gallo los servidores ediles ya han llegado para llevar lo que otros han dejado. Un pueblo donde desde antes de las seis de la mañana de cualquier domingo se oye las campanadas de alerta para la misa del día que se inicia con las primeras luces del amanecer y solo concluye a las ocho de la noche con una procesión donde los jóvenes cantan con la guitarra en la mano y el corazón en la garganta. Un pueblo donde jóvenes de verdad emprendedores te invitan por 60 mil pesos a recorrer el desierto forestal en cuatrimotos que no pueden arrancar si es que el piloto y pasajero no se colocan el casco de seguridad. Una comunidad donde no se producen robos porque todas las mañanas policías de a dos recorren los puestos de venta para preguntar –con acta firmada y todo- si es que percibieron algo extraño. Un pueblo donde las entidades bancarias respetan los orígenes del pueblo y colocan cajeros automáticos sin dañar los monumentos históricos porque el pasado es más que el presente: es el futuro. Una comunidad donde a tres “manzanas” a la redonda abren sus puertas por lo menos cinco museos y el sexto está cerrado al público por remodelación. Unas paredes donde los vecinos se distinguen porque han colocado en la fachada de sus casas la placa bien diseñada y en armonía con el entorno donde se puede notar que hay más arquitectos que perros callejeros. Un centro histórico donde nadie siquiera en broma puede remodelar edificios sin respetar la historia y levantar balcones como si fueran de hace cuatro siglos con materiales modernos. Una plaza de armas llena de rocas y donde transitan respetuosamente conductores y peatones saludándose con la mano y con gestos cordiales mientras el equino para los turistas tiene el inconsciente cuidado de no hacer sus necesidades fisiológicas porque con la misma inconsciencia sabe que necesita de los turistas y las buenas costumbres. Un pueblo repleto de gente de todo el mundo donde ser cosmopolita es una necesidad y donde los jóvenes de ambos sexos y también de los otros se toman de las manos con la misma solvencia para demostrar su amor y respeto al otro. Unos pobladores que levantan hoteles y restaurantes caseros con el mismo ímpetu y sapiencia de los grandes monopolios hoteleros del mundo. Todo eso –y más- se podría hacer también en Iquitos si es que tan solo hiciéramos las cosas bien. Mientras eso suceda tenemos que conformarnos con ir a Villa de Neiva, a cuatro horas en bus desde Bogotá, y saber que es posible vivir bien. Imagínense.
Todo eso –y más- se podría hacer también en Iquitos si es que tan solo hiciéramos las cosas bien. Mientras eso suceda tenemos que conformarnos con ir a Villa de Neiva, a cuatro horas en bus desde Bogotá, y saber que es posible vivir bien. Imagínense.