Los cerdos de la granja “Gran Pajonal”, ubicado cerca a un colegio de Santo Tomás, escaparon en mancha cierto día y se dedicaron a pasearse por todo el distrito de San Juan. En sus excursiones por calles y plazas o plazuelas no dejaron de gruñir, osar y meterse a ciertas casas, buscando alimento fresco o guardado. En esas faenas, súbitamente, descubrieron los eternos montones de basura que afectan a la ciudad y se dirigieron hacia esos promontorios con desatados ímpetus, con hambres retrasados. En sus ataques a los desperdicios tuvieron que lidiar con encono contra los perros vagabundos, las ratas escurridizas y los alados gallinazos.
Lo peor de toda esa repentina y desventurada invasión es que después nadie logró espantarlos. Porque los cerdos parecían blindados contra toda medida de desalojo y poco a poco fueron ganando la batalla para quedarse entre las calles de la ciudad de Iquitos. Así se volvió frecuente la presencia de cerdos hurgadores de los desperdicios que por aquella época habían aumentado ya que no había ni empresa recogedora ni relleno sanitario o botadero. La agresión de los cerdos en plena vía pública fue otro de los más graves problemas que tuvieron que enfrentar los pobres ciudadanos. Muy pronto surgieron colectivos destinados a luchar contra esa aberración, mientras el dueño de la granja no decía esta boca es mía.
En la batalla contra los cerdos se inventaron jornadas memorables como aquella que decía adopte un cerdo para mantener limpias las calles de esa intromisión. Pero la situación cerdista siguió igual. El problema se agravó cuando a un candidato de marras se le ocurrió fundar el Partido Democrático de los Cerdos. Un total insulto se volvió que en paredes y fachadas apareciera el retrato de un cerdo comiendo a trompa llena. El jurado electoral tuvo que vetar esa candidatura, para que la ciudad no se alzara en armas.