Cuando Mario Vargas Llosa vivía en Londres gobernaba Margaret Thatcher. Él, que llegaba con una maleta rasgada de sueños izquierdistas desde América Latina, se fue pasando al liberalismo. De la líder tory pensaba que cumplía como una excelente primera ministra británica en la patria de Adam Smith. Lo que no sospechaba era que también se convertiría en su prescriptora literaria. “Fue gracias a ella que leí La sociedad abierta, de Karl Popper, y aquel libro cambió mi vida”.
En parte eso es lo que cuenta el Nobel hispano peruano en La llamada de la tribu (Alfaguara). El relato, la confesión de un viaje ideológico. O más bien doctrinario. Porque Vargas Llosa defiende que el liberalismo para él representa una doctrina. Andaba perdido. Los desencantos de la revolución cubana lo fueron expulsando poco a poco de una izquierda en la que militó desde sus años de estudiante en la Universidad de San Marcos. “No quise ir a la Católica, que era de niños bien. Elegí la San Marcos porque pensé que allí encontraría comunistas”. Y los halló. “Cómo éramos en Perú. Pocos y sectarios”.
Después apareció aquel deslumbramiento con los barbudos de Sierra Maestra en Cuba. Recuperó la vista con varias cosas. Los campos de internamiento para opositores, homosexuales y presos comunes. A eso se unió el caso Padilla: “Un poeta que fue viceministro de comercio al que de pronto le acusaron de ser agente de la CIA”. Cayó del burro. “Abandonar aquella ideología fue como colgar los hábitos. Me pasó como a esos curas que de repente abandonan la iglesia, pasan a la vida de seglar y tienen que afrontar toda esa incertidumbre del mundo”.